2 DE JULIO

 LA VISITACIÓN DE NUESTRA SEÑORA

María, en el misterio de hoy, practica de modo eminente la humildad y la caridad. Muy superior a su prima, hizo, sin embargo, un largo viaje a través de las montañas para saludarla y felicitarla. Ella, la primera, la saludó cortésmente y contestó a las palabras de la alabanza que le dirigió Isabel, entonando ese cántico admirable, ese himno inspirado del Magnificat, que, según los doctores, es el cántico extático de su HUMILDAD, porque en él se olvida completamente de si para glorificar a Dios, que en ella hizo grandes cosas, a Dios, cuyo nombre es Santo y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen- María permaneció tres meses en la casa de Isabel, y lejos de mandar en ella como le pertenecía por su alcurnia y dignidad, obedeció como la más humilde sirvienta.

Sirvienta LLENA DE CARIDAD, con cuánto ardor quiso ayudar a todos y cuántas buenas obras hizo durante su estancia en Hebrón. Así como el Arca de la Alianza llevó en otros tiempos la prosperidad a la casa de Obededón, donde permaneció durante tres meses, así la presencia de María en casa de Isabel atrajo sobre aquella feliz familia las más preciosas y abundantes gracias. -La caridad, dice San Ambrosio, fue el origen de tantos bienes, porque ella había inspirado a la Madre divina la visita a aquella casa para hacerla participar de las primicias de la Redención.

Los que tuvimos la dicha de ser conquista del Redentor y su santísima Madre, ¿podríamos dudar en seguir sus HUELLAS? En este día inauguran su misión, dándonos ejemplo de humildad y caridad. ¿Seguiremos nosotros después de esto siendo vanidosos, soberbios, egoístas, amándonos a nosotros mismo y despreciando a los demás? Creemos rebajarnos cuando servimos al prójimo y nos humillamos, como si no fuera para nosotros una gloria poder así imitar a la Reina de los ángeles y al Rey de los cielos. Consideremos el profundo abismo de nuestra nada y procuremos engrandecernos, haciéndonos siervos de todos con la intención de agradar a Dios.

¡Oh María, dulcísima Madre mía!, hazme comprender cuán digno del alma redimida es servir a mi divino Redentor en la persona del prójimo. Ni los harapos del pobre, los defectos de mis semejantes, les impiden ser santuarios de la Santísima Trinidad. Infunde en mi alma, te lo ruego, un gran deseo de HACER BIEN A TODOS, ocultamente, sin buscar en ello gloria, para que la HUMILDAD sea siempre guardiana de la CARIDAD.

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