31 DE JULIO

 SAN IGNACIO DE LOYOLA

Lo que más santificó a San Ignacio fue su ESPÍRITU de ORACIÓN. Estando en Manresa, hacía por lo regular en la iglesia siete horas de oración de rodillas e inmóvil. Su generosidad le atrajo vivísimas luces celestiales, que le hicieron adentrarse en la contemplación de los más altos misterios de la religión. Decía él que entonces hubiera vertido su sangre por defenderlos aunque no hubieran estado consignados en el Evangelio. En aquella época uno de sus éxtasis le duró ocho días, y estando en aquel arrobamiento recibió comunicaciones celestiales que jamás quiso confiar a nadie.

¿De dónde provenía este don tan sublime de oración? Sin duda de su generosidad en VENCERSE, en renunciar al placer, en domar el cuerpo con severidad extraordinaria, en humillarse ante Dios y ante los hombres, teniéndose por el último de todos y gozándose en ser despreciado por amor de Jesucristo. Probado por penas interiores, arideces y escrúpulos, jamás abandonó la oración ni dejó entibiarse su ardor en el servicio de Dios.

¡Cuán grande fue también su deseo de que se SAVARAN LAS ALMAS! Prendió en su corazón, gracias a sus fervientes oraciones. Para ayudar al prójimo escribió el libro admirable de los Ejercicios espirituales colmado de elogios por los Soberanos Pontífices. Después, a los treinta y tres años, comenzó a estudiar ciencias profanas y sagradas, e inflamado más y más en la caridad de los santos, quiso perpetuar los efectos de su celo hasta el fin de los siglos, fundando la Compañía de Jesús, que tanta gloria ha dado a Dios y a su Iglesia en todo el universo. -¿Quién no admirará la PUREZA y vehemencia de su celo? "Más quisiera permanecer en la tierra, decía el Santo, incierto de mi salvación, que entrar ahora mismo en el Paraíso, si de este modo pudiera convertir un alma." Qué generosidad tan grande la de su corazón, que nos recuerda el corazón de fuego de San Pablo, quien deseaba ser anatema por sus hermanos; el del taumaturgo de las Galias, San Martín, dispuesto a vivir o a morir por la salvación del prójimo, y aun el Corazón de Jesús, cabeza de los predestinados, haciéndose maldición por todos nosotros.

¡Oh Jesús mío! ¿Cómo podré yo alcanzar sentimientos tan nobles y desinteresados? Desgraciadamente, en vez de ejercitarme en ellos, voy buscándome siempre a mi mismo, escucho a mi cobardía, que me detiene; a mi pereza, que no me permite molestarme; a mi egoísmo, que tan solo busca su comodidad. Dígnate curarme de mi funesta manera de ser, y a este fin: 1º inspirarme ternísima compasión de los desgraciados pecadores; 2º hazme trabajar en su conversión, no solo con oraciones, sino también empequeñeciéndome más y más cada día a mis propios ojos y practicando la mortificación. Haz que sea hasta la muerte amigo del silencio, del recogimiento y de la oración; que siempre esté dispuesto a renunciarme a mí mismo y a abnegarme en la salvación del prójimo.

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