4 DE JULIO

HAY QUE AMAR LA VOLUNTAD DIVINA

"Dios es caridad", dice San Juan. "Dios es la bondad por esencia", añadió San León, y, según la expresión del Apóstol, "nuestro Dios es como un fuego devorador (Hbr. 12, 29)", cuyas llamas o voluntades son beneficios para el hombre que las recibe con amor; porque del corazón de Dios o de su Voluntad nos vienen todos los bienes naturales y sobrenaturales.

"Pero, se preguntan algunos, ¿cómo se explican las PENAS y  las tribulaciones de esta vida? ¿Son también beneficios?" Sí, lo son, según los designios de nuestro Padre celestial, que de ellas se vale para que alcancemos la felicidad santificándonos, y vayamos a la bienaventuranza eterna. No son los sucesos adversos los que traen la desgracia a las almas, sino su perversa voluntad, en oposición con la voluntad de Dios. Y aun cuando llevemos alguna cruz que nos parezca contraria al bien ESPIRITUAL, tal como la cruz de las tentaciones y desolaciones interiores, el daño que por ella suframos no nos vendrá de la prueba en sí, sino de las MALAS DISPOSICIONES de nuestra voluntad. Queriendo únicamente lo que Dios quiere, transformamos el mal en bien y el veneno en medicina. Nada, si obramos de esta manera, podría perjudicarnos, ni la rabia de los demonios, ni los planes de los malvados, ni menos las tribulaciones que nos envía la Providencia, ni las dificultades inherentes al cumplimiento de las órdenes de nuestros superiores.

¿Por qué tenemos la odiosa costumbre de echar la culpa de nuestras impaciencias, de nuestra desobediencia, a tal o cual persona, carácter o mandamiento? ¿No somos nosotros los únicos responsables, por el apego a nuestras propias ideas y a nuestros gustos? Porque, como dice San Pablo, "sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos, digo, que él ha llamado según su decreto para ser santos (Rom. 8, 28)".

Luego si los acontecimientos no son ADVERSOS, si los defectos del prójimo nos quitan la paz, si el deber nos hace la vida amarga, culpemos de ello a NUESTRA VOLUNTAD, que no es dúctil ni sabe identificarse con la voluntad infinitamente sabia e infinitamente buena del Creador. El arroyuelo corre mansamente mientras no se sale de su cauce; pero cuando en una crecida quiere salirse de él, se enturbia, se encrespa, se hace ruidoso y se rompe contra las piedras y las rocas. Lo mismo acontece con nuestro corazón: cuando quiere salirse de su cauce, que es la voluntad divina, y no quiere someterse a ella, tropieza con mil obstáculos y termina herido, amargado, entristecido, atemorizado, desfallecido.

¡Oh Dios mío y Padre mío! Tú, que siempre quieres MI MAYOR BIEN, concédeme la gracia de colocar MI FELICIDAD en el amor y el cumplimiento perfecto de todos tus preceptos y en una entera sumisión a tu paternal Providencia. Me uno a Jesús y a María para conformarme en todo y sin cesar con tu divino beneplácito.

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