25 DE AGOSTO

 SAN LUIS, REY DE FRANCIA

San Luis, Rey de Francia, tuvo la felicidad de ser hijo de Blanca de Castilla, madre admirable que con la leche le dio admirable DELICADEZA DE CONCIENCIA, que conservó toda la vida. Desde niño le inculcó verdadero horror hacia el pecado mortal, y muchas veces le repitió que antes quisiera verle muerto que culpable a los ojos del Señor. Por eso evitó San Luis cuidadosamente hasta las más leves faltas. Y entre las delicias de la corte, y siendo dueño absoluto de sus actos, guardó su pureza tan intacta como si hubiese vivido en un claustro. La PENITENCIA y la oración le ayudaron a guardar castidad, virtud muy rara y difícil entre los reyes. Ayunaba con frecuencia, llevaba cilicio, se disciplinaba y todas las semanas acostumbraba confesarse. Podía decirse que, para él, todos los días eran de abstinencia y ayuno, por su extraordinaria templanza en el comer. 

Como siempre se mantenía en la presencia de Dios, su ORACIÓN era constante. Todas las mañanas oía dos, tres y hasta cuatro Misas, para atraer sobre su familia y su reino las bendiciones del cielo. A diario rezaba el Oficio divino con los clérigos, levantándose a media noche para cantar Maitines del día. También recitaba diariamente el Oficio de difuntos y el de la Santísima Virgen, y no se acostaba nunca sin haber rezado el Rosario.

Estas oraciones, lejos de perjudicar a los negocios de su reino, por robar al rey tantas horas, eran el origen de las LUCES que recibía y de las que tanto necesitaba. Como nunca perdía un instante ni jugando ni yendo de cacería, según era costumbre entre príncipes y soberanos, le sobraba aún tiempo para ocuparse del pueblo, despachando al día todos los asuntos.

Si supiéramos emplear tan útilmente como él TODOS LOS MOMENTOS, ¡Cuánto tiempo libre encontraríamos para vacar a la oración! ¡Y de cuánto provecho nos sería, pues aprenderíamos a vivir mortificados, vigilantes, puros de cuerpo y de alma y a ser siempre fieles en el cumplimiento del deber!

¡Dios mío! Por los méritos de Jesús y de María, infúndeme, te ruego, espíritu de oración y de mortificación. Así podré practicar mejor la angelical virtud de la pureza e imitar en un cuerpo corruptible la incorruptibilidad de los espíritus bienaventurados, como hacía San Luis.

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