9 DE AGOSTO

 JESÚS, MODELO DE HUMILDAD.

Si consultamos la doctrina y ejemplos de la Sabiduría encarnada, nada nos parecerá más DEGRADANTE que el orgullo. “Este vicio, dice San Agustín, es el principio, el fin y la causa de todos los pecados.” Es una úlcera repugnante que infecta nuestro espíritu y deprava nuestro corazón y nuestras más brillantes cualidades. Padre de todos los defectos, los engendra, los nutre, los sostiene en continuas rebeldías contra Dios y hasta hacernos semejantes al demonio. ¿Quién no abominará de vicio tan monstruoso? El aborrecimiento o aversión que por él se siente es ya un principio de humildad.

Para adelantar en esta virtud, consideremos con frecuencia, iluminados por las enseñanzas de Jesús, cuán grande es la malicia de nuestros pecados, la fealdad de nuestras faltas, cuán inclinados estamos por naturaleza al mal, en cuánta impotencia nos encontramos no solo para obrar el bien, sino también para quererlo, desearlo y pensarlo. Motivos son éstos para sentir gran desconfianza de nosotros mismo. ¿Y cómo nos atribuiríamos el mérito de cualquier acción buena, no siendo siquiera capaces de idearla sin la ayuda divina?

¿Nos damos cuenta de los SOCORROS que hemos menester para mantenernos en estado de gracia? ¡Cuántos más necesitaremos para llegar a la verdadera perfección! Dios mismo nos conserva la fe, la esperanza y la vida sobrenatural. Él es quien nos da los santos pensamientos, los piadosos impulsos y la afición a la soledad, al silencio, a la oración. Hace que los ángeles sean nuestros protectores, y su Madre divina, nuestra Madre. Jesús mismo quiere ser nuestro apoyo y nuestro saludable alimento. ¿Cabe recibir mayores beneficios? Sin embargo, ¡cuán poco progresamos, qué escasos andamos de virtudes, cuántas faltas cometemos constantemente y de cuántas imperfecciones está llena nuestra vida! Estas consideraciones avergonzaban a los santos, que se tenían a sí mismo por grandes criminales, por no corresponder con mayor perfección al llamamiento de Dios.

¡Oh Jesús mío! Quiero anonadarme en tu adorable presencia y confesarte toda mi ingratitud e infidelidades. No permitas jamás que te arrebate la gloria que te es debida ni me dejes vivir esclavo de la vanidad, de la presunción, del amor propio y del egoísmo. Apaga en mí todo sentimiento de vana complacencia o de deseo de estima. Por intercesión de María Santísima, la más humilde de las criaturas, forma mi corazón a semejanza del tuyo, concediéndome una profunda, sincera y constante humildad.

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