2 DE SETIEMBRE. JESÚS NUESTRO MÉDICO

 ¡Qué enfermedad tan funesta es el pecado! ¡Cubre de horrible lepra nuestra alma y la lleva a la muerte eterna. Para purificarnos de ella, dice San Bernardo que nuestro divino Redentor nos ha preparado una fuente de misericordia, un baño de salvación en el sacramento de la PENITENCIA. Cualquier alma, aunque sea más negra que el alma de Judas o que el mismo Lucifer, si acude a esta fuente de misericordia penetrada de arrepentimiento y con propósito de enmienda, saldrá de ella más limpia que los rayos del sol. Cuánto debemos, por tanto, amar y apreciar este maravilloso sacramento, en el cual las lágrimas y la sangre de Jesús lavan las faltas más grandes y nos deja en condiciones de gozar de una salud espiritual perfecta.

De esta manera purificados, podemos participar con más fruto del BANQUETE DE LA EUCARISTÍA. Jesús nos asegura que sin él nada podemos (Jn. 15, 5); pero con él, añade el Apóstol, todo nos es posible (Flp. 4, 13). Y nos dice también nuestro Salvador: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él (Jn. 6, 57)." He aquí, pues, a nuestro Médico divino convertido en nuestra MEDICINA. ¡Y cuán eficaz es esta medicina, que sirve para curar a todo el género humano! No nos quejemos más de nuestra debilidad, porque podremos cobrar fuerzas en ese manantial de vida.

Desgraciadamente, no sabemos APROVECHARNOS de este gran medio de salvación. Con frecuencia, una nonada, un apego cualquiera, una falta habitual, un pequeño rencor, una ligera aversión, una preocupación inútil y ajena, impiden que de la Comunión fluyan en nosotros maravillosos efectos. Si recibiéramos la sagrada Eucaristía con el fervor de los santos, qué pronto veríamos desparecer muchas llagas y enfermedades, causadas por el orgullo y la sensualidad. Pero, ¡desgraciadamente, comulgamos a veces con tan poco fervor! Por eso seguimos siendo vanidosos, disipados, sin espíritu de recogimiento y de oración; no vivimos vida interior nutrida de fe, de humildad, de oración y de abnegación. A veces, aun después de haber recibido al Cordero de Dios, que lleva consigo toda paz y mansedumbre, seguimos turbados, agitados, impacientes, como si para nosotros hubiera perdido su virtud este remedio divino, que tantos santos y tantos mártires ha engendrado.

¡Oh Dios grande y misericordioso! No soy digno de que entres en mi humilde morada; pero di una sola palabra y mi alma será sana. Por la intercesión de tu Santísima Madre, disponme a recibir con el mayor fervor los sacramentos de Penitencia y Eucaristía, preciosos antídotos que habrán de purificarme del pecado, aumentarán en mí la gracia y me harán vivir de tu espíritu.

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