4 DE SETIEMBRE. CÓMO AYUDAREMOS A MARÍA A SALVAR LOS PECADORES.

 ¡Cómo se COMPADECE el Corazón de la Madre divina al pensar en los pobres pecadores! Ve a estos desgraciados privados de la gracia santificante, caídos bajo la esclavitud del demonio, perdidos todos los derechos que tenían a la herencia de los santos y sin poder siquiera hacer méritos para alcanzarla. Víctimas del pecado y encadenados por los vicios, están bajo el yugo del más cruel de los tiranos, mientras llega para ellos la hora de padecer los suplicios de los condenados. ¡Qué tristísimo y lamentable el estado en que se encuentran los pecadores, y cuánto debía conmover nuestros corazones!

Nunca se cansa María, que es Madre de misericordia, de RECOMENDAR  a Dios a estos desgraciados. ¿Por qué no la ayudamos en su caritativo oficio? ¡Tantas almas que fueron creadas a imagen y semejanza de Dios y redimidas a costa de la sangre preciosísima de Cristo, son presa del demonio! Jesús, María, los ángeles y los santos deploran este sino funesto! ¿Cómo podemos nosotros permanecer insensibles al pensar en los pecadores?

Cuando Santa Cristina, la Admirable, se enteraba de la muerte de un pecador empedernido, prorrumpía en gritos desgarradores, se revolcaba en el polvo y se arrancaba el cabello; ¡tan agudo era el dolor que le producía el pensamiento de que un alma inmortal se perdiera por toda una eternidad! Sin embargo, nosotros nos quedamos impasibles ante el espectáculo doloroso de tantísimos cristianos que caminan hacia su ruina. Nosotros, que abundamos en bienes espirituales, no nos olvidemos de tantos pecadores que están faltos de esos medios de salvación.

OFREZCAMOS por lo menos al Señor, tomando por intermediaria a María, una oración, un suspiro, una privación, un sacrificio, para arrancar a tantas almas de la tiranía de las pasiones y de la desgracia eterna. Unidos con la Madre del divino Pastor, recordemos a Dios frecuentemente los prodigios que realizó Jesús en su amor por sus ovejas perdidas. Recordémosle cómo recorría las montañas, las colinas y los valles para buscarlas y con qué alegría, llena de ternura, celebraba su vuelta al redil. Estos recuerdos conmoverán el Corazón de Dios y harán que nosotros mismos nos compadezcamos de los pobres pecadores.

¡Oh Madre de misericordia! Te OFREZCO la sangre preciosísima de Jesús en expiación de mis pecados y por la conversión de los corazones ingratos y culpables. Infúndeme esa tierna COMPASIÓN que sientes hacia ellos y que te hace RECOMENDAR a Dios a todos los desgraciados, separados de él. Alcánzame la gracia de comprender cuán inmensa es la desdicha de caer en PECADO MORTAL y cuán inefable la felicidad de vivir gozando de la DIVINA AMISTAD, hasta la hora de la muerte.

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