11 DE OCTUBRE. MARÍA, MADRE DE DIOS.

 

  A principios del siglo quinto el Patriarca de Constantinopla, Nestorio, se atrevió a propagar que la naturaleza humana de Cristo subsistía por sí misma e independientemente de la persona del Hijo de Dios. Según él, María no concibió ni dio a luz al Hijo de Dios, sino solamente al hombre Jesús. María no fue, pues, Madre de Dios, portadora de Dios: fue solo madre de un hombre, como otra madre cualquiera, aunque en este hombre habitase Dios como en un templo. Pocos años después de haber predicado Nestorio en Constantinopla esta doctrina herética, se celebró el Concilio de Éfeso (431). En él se definió que María concibió a Jesús, el cual es Dios y hombre en una sola persona. En Él habita Dios, no como en un templo, sino substancialmente: el hombre Jesús es Dios. María no concibió a un puro hombre: concibió al mismo Dios. María es, pues, Madre de Dios, portadora de Dios. El pueblo de Éfeso y toda la Iglesia esperaban con gran ansiedad la decisión del Concilio. Al abrirse las puertas del salón conciliar, irrumpió en él la multitud, aclamó con frémito a los Padre del Concilio, los tomaron en hombros y los llevaron a sus casas en medio del mayor júbilo y entusiasmo. “María es portadora de Dios, es Madre de Dios.” Nosotros ratifiquemos hoy gozosos esta definición proclamada hace ya quince siglos.

.   María, Madre de Jesús, el Hijo de Dios. Así lo anunció ya el Profeta Isaías con siete siglos de anticipación: “He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, el cual se llamará: Emmanuel, Dios con nosotros” (Introito). Así lo confirma también el Evangelio. María y José han subido con Jesús, el cual no cuenta aun más que doce años de edad, al Templo de Jerusalén, para ofrecer allí el sacrificio prescrito por la Ley. “Al tornar ellos a casa, el niño Jesús permaneció en Jerusalén, sin que lo advirtieran sus padres.” Creían que estaría ya, con los parientes y conocidos, camino de Nazaret. Se equivocaron. Tras largas e inquietas pesquisas, lograron encontrarlo, por fin, en el Templo, sentado en medio de los Doctores de la Ley. “Su Madre le dijo: ‘Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? Mira, tu padre y yo hemos andado buscándote por todas partes, llenos de dolor’.” Sí, éste es el verdadero lenguaje de una madre, un lenguaje nacido del dolor, nacido del amor. María se siente y se sabe Madre de Jesús. Se reconoce Madre de Aquel que no tiene ningún padre terreno. Su Padre está en el cielo. “¿No sabíais que necesito ocuparme de las cosas de mi Padre?” Jesús es Hijo de Dios. María no le concibió de ningún hombre: le “concibió del Espíritu Santo” (Ofertorio), cuando el ángel se lo anunció. Entonces dijo María: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra (la del ángel).” Y el Verbo, el Hijo Unigénito de Dios, se hizo carne, en el seno de la Virgen. Ante este misterio, nosotros doblamos todos los días nuestra rodilla tres veces, adorándolo y dando gracias por él. “Benditas sean las entrañas de la Virgen María, que llevaron al Hijo del Padre eterno” (Comunión). Bendita seas tú, santa Madre de Dios, que llevaste al Hijo de Dios. Le llevaste por medio de la más íntima e inefable unión de cuerpo y alma con Él y le llevaste también en tu seno maternal, como verdadero fruto de tu vientre virginal. Le diste tu misma substancia, tu misma naturaleza, tu mismo ser. Le diste parte de tu cuerpo. Él, por su parte, enriqueció tu alma con toda la plenitud de su espíritu. Fuiste moldeada totalmente por Él, te sumergiste en Él, te asimilaste su imagen, sus rasgos, su espíritu, su ser. Te abriste plenamente a Él, viviste en la más absoluta e íntima unión y compenetración con el que se hizo Hijo tuyo. “Aleluya, aleluya. ¡Oh Virgen, Madre de Dios! El que no puede ser contenido por todo el universo se encerró, hecho hombre, en tus entrañas. Aleluya.” “Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.”

“Yo, como la vid, produzco frutos suaves, olorosos, y mis flores dan un fruto magnífico, delicioso” (Epístola). Las flores son las preciosas virtudes de fe y de humilde acatamiento con quela Virgen acepta la misión que le confía el ángel de parte de Dios. Es la resuelta determinación con que renuncia a todo amor humano, conservando intacta su virginidad: “No conozco varón.” Son la obediencia y la noble generosidad con que pronuncia su Fiat: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Luc. 1, 38). “Mis flores dan un fruto magnífico, delicioso.” Este fruto es Cristo, el Señor. “Surgirá una rama de la raíz de Jesé.” Es María, oriunda de la real casa de David. “Y de la rama brotará una flor”: Cristo, el Hijo de María, hombre y Dios en una misma persona. “Venid todos a mí: saciaos de mis frutos.” María no retiene a su Hijo para sí sola: nos lo da también a nosotros. Nos lo dio en Belén, en la presentación en el templo y cuando completó su sacrificio a los pies de la cruz. Nos lo da todos los días en la sagrada Comunión y el tranquilo y silencioso retiro del sagrario. “Venid todos a mí. Mi espíritu es más dulce que la miel y mi herencia (lo que yo doy) más sabrosa que la miel y el panal. Los que me saborean, sienten más hambre aún; los que me beben, sienten más sed” (Epístola). María, la Madre, nos dio a Cristo. Nos mereció, junto con su divino Hijo, la salud y todas las gracias. Hoy está ante el trono del Señor abogando por nosotros. Alegrémonos. Ella es nuestra omnipotente ayudadora, es la misma omnipotencia suplicante, es la Madre de los vivos, de los que poseen la gracia santificante y viven la vida de Dios. Todo, absolutamente todo: nuestra salud, nuestras esperanzas, nuestras riquezas sobrenaturales, todo se funda en la Maternidad de María. “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Salmo del Introito). “Benditas sean las entrañas de la Virgen María, que llevaron al Hijo del Padre eterno” (Comunión).

   Renovemos hoy nuestra fe en el misterio de la divina Maternidad de María. “¡Dios te salve, María! Llena eres de gracia. El Señor es contigo.” Dios es tu Hijo, es, en cuanto hombre, fruto de tu vientre.

“Venid todos a mí: saciaos del fruto”, de Jesucristo, que yo os doy. María nos da su fruto, nos da a Jesús, en la santa Misa, en la sagrada Comunión, en la santa Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo, al cual fuimos incorporados en el santo Bautismo. Del mismo modo que el Padre “nos lo dio todo con Cristo” (Rom. 8, 32), así también María, la Madre, nos lo ha dado todo en su divino Hijo. Démosle, pues, las más cordiales gracias.

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