13 DE OCTUBRE. ESPÍRITU DE FE

 La fe, como raíz de la justificación, ejerce su influencia en TODAS LAS VIRTUDES: sobre la humildad, mostrándonos nuestra nada y propia miseria; sobre la obediencia, haciéndonos ver la autoridad divina en la de los Superiores; sobre la caridad, descubriéndonos a Dios en el prójimo: sobre la paciencia, manifestándonos el valor del sufrimiento y los frutos preciosísimos que se recogen del árbol de la cruz. Por tanto, cuanto más viva sea la fe, más profunda será la humildad, más entera la sumisión, más abnegada la caridad y más perfecta la resignación. Luego, nuestro espiritual  crecimiento depende de la mayor o menor intensidad de la fe.

Esta virtud, además, ha de practicarse constantemente, por lo que santifica TODAS NUESTRAS OBRAS, lo mismo aquellas al parecer sin importancia, que las realizadas en servicio directo de Dios. Por eso, las comidas, los ratos de ocio, las conversaciones, el descanso, las diversiones, cuando se aderezan con la recta intención, se convierten en actos agradables a Dios, dignos de recompensa eterna. El hombre de fe tiene, por tanto, los días colmados, es decir, totalmente empleados en ganar la bienaventuranza del cielo.

Este es el motivo por que una PAZ suave inalterable inunda a cuantos viven vida de fe. La elevación de sus pensamientos, la pureza de sus sentimientos los coloca por encima de las pasiones vulgares que con tanta facilidad turban a los mundanos y a las almas poco cristianas. El hombre que vive de esta manera no comparte las vicisitudes del mundo, porque ve las cosas desde la altura a que le encumbró la fe, juzga los acontecimientos y las penas de la vida como el Señor mismo las hubiera juzgado y jamás se deja turbar por ellas. Así procedieron siempre los santos, quienes solo se afligían a causa del pecado y hallaban su alegría en todo lo demás, obra, al fin, de la voluntad de Dios.

¿Son también estas nuestras disposiciones? Con frecuencia una palabra, un gesto despectivo, una falta de consideración o una ligera contrariedad nos arrebatan la paz, y esto es por atender a las impresiones de la naturaleza en vez de atender a las máximas de la fe.

¡Oh Dios mío! Hazme ver en qué circunstancia o momento me siento más propicio a la queja y a la murmuración, y dame fuerzas para corregir este defecto, tan contrario al progreso espiritual. Para ello, hazme obrar siempre movido de fe, para que así todos mis actos se conviertan en VIRTUDES meritorias para la vida eterna. Ayúdame a santificar de la misma manera todas mis OBRAS, incluso las más insignificantes. Hazme comprender el valor de los SUFRIMIENTOS, don precioso de tu misericordia, nacido del Corazón de Jesús crucificado, que los hace provechosos para nuestras almas. Así podré conservar la TRANQUILIDAD de los justos, que la tienen precisamente por vivir de fe.

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