18 DE ENERO. LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO EN ROMA

 El amor divino AVIVA LA FE y la hace brillar en todo su esplendor. Cuando en un hombre se interrumpen las funciones vitales, se dice de él que está muerto. Lo mismo se puede decir de la fe que no está animada por la caridad. "El que no ama, dice San Juan, permanece en la muerte (1 Jn. 3, 4)", aun cuando creyese todas las verdades reveladas. San Pedro probó que tenía fe viva, cuando, al ser llamado por el Señor, abandonó todo cuanto poseía: redes de pescar, casa y familia, para seguir al Divino Maestro.

El gran amor a Jesús hacía su fe MÁS ARDIENTE. Estando un día en la barca que se agitaba movida de la tempestad, en cuanto se dio cuenta de que era Jesús quien se aproximaba, diciendo: "Soy yo", respondió él: "Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas." "Ven", le dice Jesús, y Pedro, bajando de la barca, avanzó resuelto hacia el Divino Maestro, andando sobre las olas espumantes (Mt. 14, 27, 33). -¿Por qué es tan tímida nuestra fe, en cuanto tiene que enfrentarse con alguna dificultad? Es, sencillamente, porque amamos poco. si amásemos ardientemente a Jesús, nuestra fe de nada se extrañaría, sería capaz de transportar montañas.

Nos haría aún llegar al extremo de aceptar con paz y hasta con alegría TODO DOLOR enviado por Dios. "Bienaventurados los pobres, nos dice el Salvador. Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia." Estas bienaventuranzas la fe las admite en teoría, pero en la práctica no podría aceptarlas sin el concurso de la caridad. El príncipe de los Apóstoles poseía esta fe perfecta cuando en Jerusalén se alegraba de haber sido encontrado digno de ser despreciado, maltratado y encarcelado por Jesucristo.

¿Están nuestros sentimientos, como los de San Pedro, en todo conformes a la doctrina y a los ejemplos del divino Salvador? Sabemos que Jesús dio un alto precio a las privaciones y penas que abrazó en Belén, en Egipto, en Nazaret y durante su vida entera. A pesar de esto no queremos privarnos de nada, la mortificación nos espanta y no sabemos sufrir la más mínima contrariedad sin entristecernos, impacientarnos y quejarnos. ¡Qué pobre es nuestra fe, qué débil, qué poco vivificada por la caridad!

¡Oh Jesús!, lo confieso, si las humillaciones y los sufrimientos me asustan de esta manera es, sencillamente, porque te amo poco. Concédeme, te lo suplico, amor más acendrado. Entonces el recuerdo de tus humillaciones  y de tus sufrimientos me hará dulces todas las amarguras de la vida y suaves todos sus dolores

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