24 DE ENERO. REGRESO DE LA SAGRADA FAMILIA

 Al regresar a Palestina, Jesús pensaba en su muerte dolorosa y en su gloriosa RESURRECCIÓN. Si de esta manera tuviéramos siempre ante nuestros ojos el recuerdo de nuestra muerte y lo que después de ella nos espera, aceptaríamos plenamente resignados todas las penas y amarguras de esta vida, animados con la esperanza de la ETERNA FELICIDAD. El Niño Jesús tuvo mucho que sufrir al atravesar el desierto. Tenía por cama el duro suelo, por comida un poco de pan y a veces se veía atormentado de la sed. Pero el tierno Niño se consolaba de todas aquellas privaciones pensando en las delicias inefables que después de su muerte en el Calvario habría de recibir como premio de sus sufrimientos. De este modo, la idea de la eterna bienaventuranza, que nos está prometida al final de la vida, debiera aliviarnos en todos los trabajos. El apóstol San Pablo asegura que: "Las aflicciones tan breves y ligeras de la vida presente nos valdrán el eterno peso de una sublime e incomparable gloria (2 Cor. 4, 17)."

Pero para llegar a merecer esta inmensa gloria tenemos que aprender a HUMILLARNOS y a RENUNCIAR todo cuanto a Dios se refiera. Para conseguir este fin no  olvidemos jamás la brevedad de nuestra carrera ni el objeto de nuestra peregrinación. Cuántos santos han abandonado mundo, patria, parientes, al evocar el pensamiento de la hora postrera y de la eternidad. Lo más precioso que poseían los anacoretas en sus grutas solitarias era, sencillamente, una cruz y una calavera. La cruz les recordaba los padecimientos y la agonía del Salvador y los animaba a morir voluntariamente al mundo y a sus pasiones. La calavera les traía a la imaginación el pensamiento de lo que habrían de ser después de la muerte, haciéndoles despreciar los deleites del sentido, y los tenía siempre dispuestos a comparecer en el tribunal de Dios. Siguiendo estos santos ejemplos, animémonos con el recuerdo de la Pasión del divino Maestro y de nuestra propia muerte, a vivir con fervor ocupándonos en el importantísimo negocio de nuestra santificación. Qué grande será nuestro contento al llegar la hora suprema, si desde hoy ordenamos las conciencias y estamos dispuestos todas las noches a morir y comparecer delante del Juez supremo.

Hagamos el propósito de prepararnos a bien morir, por lo menos una vez al mes, y pongámonos, con esta intención, bajo la protección de Jesús, de María y de José. Propongámonos, además: 

  1. Humillarnos con frecuencia en la presencia divina, con el fin de morir a nosotros mismos.
  2. Considerar todos los días las vanidades y lo efímero de la vida presente, para de este modo despegarnos del mundo y de todo lo creado.
¡Oh Dios mío! Acepto la muerte en expiación de todos mis pecados y para satisfacer a tu divina justicia, para ensalzar tus grandezas y como prueba de agradecimiento a todos tus beneficios. Al sacrificarte mi cuerpo quiero honrar tu soberano dominio sobre mi y cumplir siempre tu divina voluntad, para mi MÁS PRECIOSA QUE LA VIDA . Concédeme la gracia de terminar santamente mi carrera en este mundo, de recibir en mi postrera enfermedad los últimos sacramentos, y de expirar con los mismos sentimientos que animaron a Jesús, María, José y todos los santos mártires al inmolarse como víctimas, cumpliendo tu divino beneplácito.

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