10 DE FEBRERO. EL ABANDONO EN DIOS

 El abandono en las manos del Señor debe de ejercitarse de manera particular en aquellos momentos en que nos veamos afligidos de PENAS INTERIORES, precisamente las más difíciles de soportar. Entonces se encuentra uno atormentado por la duda, la perplejidad, los escrúpulos y por extrañas tinieblas que oscureciendo la inteligencia, no nos permiten ver el camino que nos conduce al Señor. Surgen, además, allí la aridez, el hastío, el aburrimiento, las distracciones, las tentaciones de impureza, y todo incita a blasfemar de Dios, a desesperar; y se angustia el corazón de tal manera, que le parece estar soportando un verdadero suplicio.

Si Dios permite que las almas sean probadas de esta suerte y padezcan tan crueles tormentos, es porque quiere obligarlas a ABANDONARSE  a él; porque al encontrarse sin recursos en sí mismas, se ven precisadas a confiarse ciegamente en el Padre celestial, en cuyos amorosos brazos buscan entonces asilo. Y éste es el único medio, si lo quieren, de poner remedio a sus desolaciones interiores, e incluso de esta manera podrán hacérselas saludables, si se dejan además conducir en todo por la obediencia. Así procedieron los santos, cuyas virtudes se depuraron en tan excelente crisol.

El Señor suele servirse también, como medio poderoso para purificarnos, de la ÚLTIMA ENFERMEDAD que nos envía antes de recibirnos en la eternidad. Según San Alfonso, los moribundos suelen estar frecuentemente tentados contra la confianza, y dudan de su salvación y, po5r lo tanto, se inquietan terriblemente. La postración física en la que se encuentra el enfermo a causa de sus males, unida al temor que naturalmente ha de inspirar la idea de muerte y eternidad, contribuyen a que en esos supremos instantes el moribundo se inquiete, se angustie y desfallezca.

¿Cómo podremos PRECAVERNOS contra semejantes congojas? Acostumbrándonos de antemano durante la vida  a abandonarnos a la bondad infinita de Dios y a esperar en él, apoyados en los infinitos méritos de Jesús y en la protección de su santísima Madre. Si hacemos con frecuencia actos fervientes de confianza, esta virtud echará raíces en nuestras almas y por ella nos haremos fuertes: ni temeremos ni nos angustiaremos al pensar en la muerte y en el juicio de Dios.

¡Salvador mío! Quisiera tener los mismos sentimientos de resignación y conformidad con la voluntad del Padre celestial que tuviste en el Calvario tú y tu dulcísima Madre. Me uno a vuestros sentimientos tan perfectos. concédeme, por tus infinitos méritos y por la intercesión de la Virgen Dolorosa, la gracia de que, cuando llegue la hora de mi muerte, me someta entera y confiadamente la beneplácito de Dios, soportando con valerosa resignación las penas interiores que quieras enviarme y las angustias de la muerte. Haz que de un modo PRÁCTICO me convenza de estas verdades:

  1. Que no hay nada ni más prudente ni más ventajoso para mí que los designios de tu divina Providencia.
  2. Que cuanto más débil sea y más en peligro de pecar me encuentre, más debo solicitar tu socorro y redoblar mi confianza en ti, porque puedes, como Dios, sostenerme con tu poder, y QUIERES, como Redentor, salvarme, sostenerme, protegerme, defenderme y poner remedio a todos los males de mi alma.

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