29 DE MARZO. LA CARIDAD, MANDAMIENTO DE JESÚS

 Al meditar cuánto estimaba Jesús la virtud de la caridad, nos hemos formado por fuerza la más alta idea de su excelencia, pues participa del mérito del amor divino, siendo como una parte de ese divino amor. Según Santo Tomás, la razón de amar al prójimo no puede ser otra sino el mismo Dios. De esto se desprende que a toda costa debemos evitar herir la caridad, que nos asemeja a Jesús, caridad increada y encarnada. Se la hiere con pensamientos desfavorables al prójimo, porque dice el Apóstol: "la caridad no piensa mal (1 Cor. 13, 4)"; luego la caridad reprime sospechas y juicios temerarios es decir: los que se forman sin motivo suficiente.

Pero como generalmente estas culpas se cometen por falta de humildad, el apóstol San Pablo añade: "la caridad no se ensoberbece", porque, al estimarse a sí mismo, el orgulloso desprecia a los demás, dándose en todo la PREFERENCIA. El soberbio está lleno de presunción y se indigna contra los culpables, a quienes no sería capaz de disculpar ni de compadecer. -Su conducta es en todo contraria a la de NUESTRO SEÑOR, porque siendo nosotros sus enemigos, hijos de ira, viles esclavos del infierno, él, lejos de despreciarnos, bajó de los cielos para tomar sobre sí la carga de nuestras flaquezas; y aunque éramos repulsivos y aborrecibles, no dudó en derramar su sangre, para hermosearnos y hacernos agradables a Dios. ¡Qué distintos procederes: el nuestro y el suyo! En vez de compadecernos del prójimo doliente, quedamos impasibles; en vez de alegrarnos su prosperidad, ésta nos da ENVIDIA, pasión repugnante, tristeza voluntaria del bien ajeno, porque no lo tenemos nosotros.

Esta mala pasión, enemiga de la paz interior y de la caridad fraterna, es completamente contraria a las divinas disposiciones del que nada regateó para hacernos participes de sus grandezas, quiso elevarnos hasta si y nos hizo hermanos suyos y coherederos de su reino. -No permita Dios que nos ataque nunca la FIEBRE de la envidia, mal vergonzoso que cada uno procura disimularse a sí mismo, que como una úlcera roe el corazón que lo padece y lleva en sí la tristeza y la desazón. Si por desgracia padeciéramos este mal, humillémonos delante de Dios y agradezcámosle el bien que hace a nuestros prójimos, y el que constantemente nos hace, muy superior a nuestros méritos.

¡Salvador mío! Si fuera verdaderamente humilde, jamás herirla la virtud de la caridad con mi presunción y suficiencia, las que me hacen juzgar, criticar y condenar a mis semejantes, envidiándolos en detrimento de tu gloria y de mi salvación. Por la intercesión de María Santísima, Madre de Misericordia, haz que me penetre de mi extremada miseria, para que constantemente trabaje en enmendar mi conducta y deje de ocuparme de los defectos de los demás.

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