8 DE MARZO. LA TRIBULACIÓN

 Existen tres grados de paciencia que nos interesa procurar. El primero consiste en sufrir SIN QUEJAS. Las quejas nos hacen semejantes al mal ladrón, que al revolverse en la cruz se hacía a sí mismo instrumento de su eterna desgracia. dejemos a los condenados gritar, blasfemar y desesperarse en sus tormentos. En el mundo está medido el sufrimiento, nuestras penas se alivian y a veces desaparecen. En cambio, en el infierno los tormentos alcanzan un grado de dolor incomprensible, sin esperanzas de mitigación ni treguas. ¡Oh si pensáramos en que por nuestros pecados hemos merecido semejantes torturas, qué pronto cesarían las quejas y cómo procuraríamos contentarnos!

El segundo grado de la paciencia cristiana consiste en someterse a la divina voluntad, de la misma manera que lo hizo el buen ladrón en el Calvario, mereciendo el cielo en premio a su RESIGNACIÓN. La cruz en la que murió y que le alcanzó la gloria tuvo para él más valor que el trono del más poderoso monarca. Del mismo modo acontecerá con nosotros si, sometiéndonos a Dios en las penas, logramos mediante éstas entrar en el cielo, evitando pasar por el purgatorio, en donde, según San Agustín, sobrepasan los tormentos a todo cuanto pudiéramos soportar, ni siquiera imaginar, aquí en la tierra. Que esto nos sirva de motivo para sufrir con tranquilidad y paciencia, pues de esta manera pagaremos todas las deudas con la misericordia divina, en vez de cumplir más tarde la pena impuesta por la divina justicia, a quien habremos de pagar nuestras más mínimas deudas.

El tercer grado de la paciencia es y la perfección de esta virtud, y a ella debiéramos aspirar para merecer en el cielo la recompensa otorgada a los grandes santos y colocarnos al lado del Rey de los Mártires. Suframos, pues, con amor y alegría, siguiendo en esto el ejemplo del divino Modelo. ¡Oh Jesús! Tú dijiste: "Seréis dichosos cuando os persigan y os maldigan...; alegraos entonces y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en el cielo (Mat. 15, 11)." Practicaste tu doctrina y tus discípulos la practicaron después de ti. Qué lejos estoy de tener estas santas disposiciones. En vez de abrazarme con alegría a las pequeñas cruces que, como celestiales regalos, me envías todos los días, me quejo amargamente de cuanto tuerce mi voluntad o mis inclinaciones. La oración que me hastía, el trabajo que me cansa, mis múltiples ocupaciones, los reproches que me dirigen, la crítica, cualquier malestar, preocupación o dificultad que se me presente, todo me pone de mal humor, haciéndome insoportable a mí mismo y a los demás.

Jesús mío, recuérdame tus dolores, tus oprobios y tu infinita paciencia. Haz que así como la abeja transforma en dulce miel la amargura del tomillo, el recuerdo de tus sufrimientos y de tu resignación haga dulces todas mis amarguras. Por los méritos y las oraciones de tu afligida Madre, infunde en mí el valor necesario para soportar sin quejas, con generosa paciencia y hasta con la alegría de tus apóstoles, mártires y santos, todas las penas y los sufrimientos que durante esta vida quieras enviarme.

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