TERCER DOMINGO DE CUARESMA. EL PECADO

 La maldad de un ultraje, dice Santo Tomás, SE MIDE con relación a la persona que lo comete y a la persona a quien va dirigido."

Una ofensa no debe hacerse a nadie, porque es una mala acción. Pero no cabe duda que la misma ofensa tiene menos importancia cuando va dirigida a una simple persona que cuando se hace a alguien con autoridad. Y nadie más alto que Dios, cuya grandeza es imposible comprender, pues es el Ser eterno, infinito, ante el cual todos los pueblos y gobernantes de la tierra son, al  decir del profeta Isaías, más pequeños que un grano de arena (Is. 40,45).

Y a este Dios, infinitamente adorable, ultraja al pecador. Pero ¿QUIÉN ES este pecador? Una insignificante criatura, la misma nada. esta nada se atreve a atacar de frente al soberano Señor del universo. ¡Qué insolencia! Los elementos, los astros, los ángeles obedecen al Todopoderoso; únicamente el hombre, el hombre pecador, se resiste a someterse. Como Lucifer, así él levanta el estandarte de la rebelión contra el Creador y rompe su yugo suave al grito de Non serviam (Jeremías 2, 20), "No quiero servir a este amo, no quiero acatar su ley." ¡Qué audacia tan criminal! Y es que, como dice la Escritura: "Alzó su mano contra Dios y se creyó bastante fuerte contra el Todopoderoso." (Job 15, 25).

Además, el Señor habita en las almas que favorece con su divina amistad, reina en ellas como único rey y legítimo soberano, y, al ofender a Dios mortalmente, el alma ingrata y rebelde DESTRONA al Espíritu Santo, para colocar en su lugar al demonio, quien, homicida desde los primeros tiempos, tiene declarada la guerra a los justos y a Dios. "Pasmaos, cielos", exclama el profeta Jeremías (Jer. 2, 12). El hombre culpable persigue de muerte a su Príncipe, a su Bienhechor. Dirige contra su Rey su perversa voluntad, para con ella, como un puñal, traspasar, a ser posible, el corazón de su Padre, de su Creador y de su Dios...

¡Señor, cuán justo eres al condenar con eternos castigos a los autores de semejantes crímenes! Un infierno no sería bastante para castigarme a mí, que tanto te he ofendido. Concédeme horror a mis culpas, amor a la PENITENCIA y MORTIFICACIÓN, para que pueda reparar las ofensas contra ti cometidas. Y tú, Madre de misericordia, no me dejes solo con mis ciegas pasiones; ayúdame a llevar vida piadosa, vida consagrada a mi santificación por el renunciamiento y la oración; haz que sepa abnegarme en favor de mis semejantes. Inspírame vivo deseo de salvar a los pecadores de las garras de Satanás y de la condenación eterna recurriendo a la oración, a las buenas palabras y al buen ejemplo.

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