11 DE ABRIL. LUNES SANTO. LA SANTA FAZ

 Después que los verdugos hubieron azotado al Salvador de la manera más cruel, cuando ya nada les quedaba por destrozar de su cuerpo ensangrentado, imaginaron atormentar su sacratísima cabeza. Reuniendo a la soldadesca romana, revistieron a Jesús por segunda vez con el manto de púrpura y, trenzando una corona de largas y agudas espinas, se la colocaron sobre la cabeza, incrustándoselas violentamente a fuerza de golpes, sin cuidarse para nada de las heridas que abrían con en su rostro hermosísimo. ¡Qué maldad tan grande la de los hombres y que bondad tan infinita la de Dios! ¿Dónde están ahora aquellas facciones divinas en las que se reflejaban tanta dulzura y majestad? ¿Y qué ha sido de aquella mirada de Jesús a cuyo imperio los soberbios fariseos se volvían tímidos y los pequeños y humildes se enardecían? Sus ojos divinos parecen apagados por el dolor, y su rostro, todo cubierto de heridas y de sangre, está tan desfigurado que apenas podrían reconocerse sus rasgos divinos. 

Muy pronto empezaron las BURLAS sacrílegas. Las espinas que atravesaban su sacratísima cabeza le sirvieron de corona, y la clámide que le colocaron sobre sus hombros sirvió de manto real. Como cetro le pusieron en la mano una caña, y los soldados, uno tras otro, en son de mofa, hincando ante él la rodilla, le saludaban diciendo: "Salve, Rey de los Judíos", y luego le escupían en el rostro, le abofeteaban y le arrancaban los cabellos y la barba, dando grandes risotadas.

¿Qué harían mientras tanto los ángeles del cielo? ¿Cómo permitían que su Rey sufriese tales ultrajes? Los ángeles del cielo no acudieron en su auxilio porque Jesús no se lo permitió, queriendo de esta manera perdonar a los pecadores. El Señor con su CARIDAD encadenó su poder para obligarnos a poner en él nuestra esperanza. Así, por grandes que sean nuestros crímenes, nunca podrán igualar en grandeza a la satisfacción que con ellos quiso dar al Padre por nuestro amor. Su corona expía nuestro orgullo, sus espinas borran nuestros pensamientos culpables, sus ojos divinos, velados, reparan la poca modestia de nuestras miradas y su rostro cubierto de sangre devuelve a nuestras almas la antigua belleza que tuvieron y que habían perdido por el pecado.

¡Oh Jesús!, imprime tu FAZ adorable en mi espíritu y mi corazón, para que, teniéndote presente, no te pierda jamás de vista; que el recuerdo de tu Pasión me anime a imitar tu HUMILDAD y tu PACIENCIA sin límites; que esta humildad tuya haga que me abrace sin temor a cuanto crucifique en mi la propia estimación y el deseo de ser alabado de los demás; que tu paciencia me anime a no quejarme jamás de penas, enfermedades y cuantos males en esta tierra quieras enviarme, y a sufrirlos por ti con dulzura y serenidad.

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