23 DE JUNIO. LA SAGRADA COMUNIÓN

 En el acto de la sagrada Comunión se realiza una inefable, intima, viva y fecunda unión de Cristo con el alma. “Mezclad dos gotas de cera derretida, y ambas se fundirán en una sola. De igual modo, cuando nosotros recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, se realiza entre Él y nosotros tal unión, que Él se encuentra en nosotros y nosotros en Él” (San Cirilo de Jerusalén). “La comunidad del cuerpo y de la sangre de Cristo, es decir, la sagrada Comunión, no aspira sino a que nosotros nos trasformemos en lo que recibimos, a que llevemos en el alma y en el cuerpo a Aquel, en el cual hemos muerto, con el cual fuimos enterrados y hemos resucitado” (San León). Por el alimento somos incorporados a Él y, por lo tanto, es necesario que seamos levantados hasta donde Él está: a una inefable, fecunda y sublime comunidad de vida, de espíritu y de bienes con Él, con el Hijo de Dios. Él en nosotros, y nosotros en Él. Ahora, somos el objeto de un sobrenatural e infinitamente fecundo amor por parte del Padre, de un amor, que nos hace, en Cristo, hijos de Dios- de un modo nuevo y más profundo que hasta aquí- y que nos sumerge en el seno mismo de la vida de la santísima Trinidad. Ahora, somos inundados con la plenitud de la divinidad, de la vida divina; somos, por decirlo así, divinizados; somos hechos participantes de la gloria que el Hijo obtuvo para sí mismo del Padre. Ahora, se cumplen en nosotros aquellas palabras de Cristo: “Les he comunicado a ellos la claridad (de la filiación divina), que tú me diste a mí” (Jn. 17, 21). “Ahora somos con Jesús un solo cuerpo y una sola sangre. Somos, por lo tanto, cristíferos; llevamos en nosotros la carne y la sangre de Cristo: somos copartícipes de la naturaleza divina” (San Cirilo de Jerusalén); poseemos en nosotros la vida divina. La participación de la vida divina trae consigo la plenitud del Espíritu Santo en nosotros. En efecto, el Espíritu Santo mora de un modo especial en el cuerpo de Cristo, el cual recibimos nosotros. Unidos, pues, con Cristo en un solo cuerpo, el Espíritu Santo irrumpe también sobre nosotros, inundándonos con la plenitud de sus gracias y dones. ¡Por estar unidos con nuestro Señor en un solo cuerpo, somos saturados de su espíritu, de su divina fuerza vital; somos hechos un solo espíritu con Él, tan cierta, tan real y tan íntimamente como el mismo Cristo se hace con nosotros, en la santa Eucaristía, un solo cuerpo.

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