SEGUNDO DOMINGO DE PENTECOSTÉS. LA SAGRADA COMUNIÓN.

 "Un hombre preparó un gran banquete y convidó a muchos. Llegado la hora, envió a sus siervos a decir a los invitados, que ya podían venir, pues todo estaba dispuesto." Pero los convidados comenzaron a excusarse de no poder asistir. El uno, había comprado una granja; el otro, una yunta de bueyes; el tercero, se había casado: ninguno de ellos podía ir. "Entonces, el padre de familias, furioso, dijo a su siervo: Sal en seguida por las calles y plazas de la ciudad, y trae aquí a todos los que veas, hasta que se llene mi casa. Sin embargo, os digo que ninguno, de los convidados al principio, gustará mi cena" (Evangelio). El banquete está preparado, hoy y todos los días, en la santa Eucaristía. Los hartos, es decir, los entregados por entero a los intereses y exigencias materiales y terrenas, los que desoyen la invitación al banquete eucarístico, no encuentran en él ningún atractivo. En cambio, los pobres de espíritu, los que no son esclavos de la avaricia, los que desprecian los bienes terrenos, los enfermos, los débiles, los desheredados de la vida, todos éstos son admitidos en el banquete eucarístico, son llamados a saborear sus delicias. Nosotros, por nuestra parte, alegrémonos de pertenecer al número de los admitidos en el banquete de la santa Eucaristía. Evitemos toda excesiva y desordenada preocupación por los bienes y placeres de la tierra y no ambicionemos más que los bienes de la santa Eucaristía. "A los hambrientos, les colma de bienes; a los ricos, en cambio, les dejó vacíos" (Luc. 1, 53). El Señor viene sobre todo a los que tienen hambre, a los que ansían la santa Eucaristía, la sagrada Comunión. Reconozcámonos sinceramente como pobres, débiles, ciegos y tullidos. De este modo mereceremos que el Señor nos invada con la fuerza y con la gracia del Santísimo Sacramento.

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