11 Julio BUSCAR A DIOS

    “Haz que evitemos todo contagio diabólico.” “Vuestro adversario, el diablo ronda en torno vuestro, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (1 Petr. 5, 8). “Tenemos que luchar, no contra la carne y la sangre (contra los hombres), sino contra los poderes, contra los príncipes, contra las potestades de este mundo tenebroso, contra los malos espíritus dispersos por el aire” (Eph. 6, 12). El diablo es “el homicida desde el principio, un mentiroso y padre de la mentira” (Joh. 8, 44). Es verdad que el poder, que él había alcanzado sobre el hombre pecador, fue quebrantado por Cristo (Joh. 12, 31). “El Hijo de Dios vino a destruir las obras del diablo” (1 Joh. 3, 8). Sin embargo, también es cierto que, por permisión de Dios y con entera sujeción a su poder y a su voluntad, sigue todavía ejerciendo sobre nosotros su tiranía bajo las más variadas formas. Uno de os principales medios, de que se sirve para este efecto, son las tentaciones. No todas nuestras tentaciones provienen exclusivamente de él, pero sí la mayor parte. Unas las provoca directamente, otras solo indirectamente. Influyendo sobre nuestra imaginación, logra suscitar en nosotros pensamientos innobles y pecaminosos. Obrando sobre nuestros instintos bajos, sensuales, trata de incitarnos al pecado. Otras veces obra sobre nuestros sentidos externos, haciéndonos ver, oír, palpar, sentir y vivir cosas que no existen, realmente, todo ello con el fin de engañarnos, de seducirnos y lanzarnos de mil maneras y para labrar nuestra desdicha. Para ello, nos suscita contradicciones con el mundo ambiente, aviva nuestras pasiones, nos aflige con enfermedades o con la pérdida de los bienes, como hizo con Job, etc., etc. La Iglesia, con sus exorcismos y sus múltiples bendiciones –como la del agua, la de las casas, la de los campos y la de las campanas-, nos enseña bien claramente el grande, el perturbador y maléfico influjo que el diablo puede ejercer todavía sobre nosotros. No es tampoco raro el que se le conceda autorización para apoderarse incluso del mismo cuerpo del hombre y para poder servirse de él como si él, el enemigo malo, fuese el alma del hombre (posesión). Otras veces se le concede autorización para servirse de influencias externas, con el fin de obstaculizar y perturbar la actividad de una persona, como podemos leerlo en la vida de muchos santos a quienes el diablo afligió, persiguió, atormentó y trató por todos los medios de arrancarles su fidelidad a Dios y a Cristo. Todos estamos, pues, sujetos de algún modo al influjo del diablo y siempre corrernos el peligro de ser engañados por el padre de la mentira, de caer en el pecado y de ser infieles a Dios, a nuestro Bautismo. ¡Cuántos han sido engañados y seducidos por él, perdiéndose para siempre! No sin razón pide la Iglesia a Dios nos conceda la gracia de evitar todo contagio diabólico. No le pide que nos exima por completo de las tentaciones, sino que no nos dejemos seducir por ellas y no nos apartemos de Dios.

“Haz que aspiremos solo a Ti, único Dios verdadero.” Por medio del santo amor. “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus facultades. He aquí el primero y el más grande de los Mandamientos” (Evangelio). ¡Amarás! He aquí el precepto, que comprende a todos los demás preceptos. He aquí el gran deber, que encierra a todos los demás deberes. He aquí la última palabra de todo. El amor es la expresión más sublime, es la última palabra que uno puede pronunciar. El que ama, recoge todo su ser, sus pensamientos, sus deseos y sus aspiraciones, y lo pone todo al servicio de aquel a quien ama. ¡Amarás! Al Señor, a tu Dios. Solo a Él, en atención a Él, por amor de Él. Le amarás a Él con todo tu ser. Dios no quiere un amor a medias. Le amarás con todo tu ser y con cada parte de tu ser: con tu inteligencia, con tu voluntad, con tu corazón, con tus facultades, con tus afectos, con tus sentimientos y con todas tus fuerzas, aun las corporales. Nada puede ser exceptuado. Amarás a tu Dios con todas las partes de tu ser, en todos los instantes de tu vida. Ama, ámale a Él. Con hondo sentimiento. Sin segunda intención. Sin mirar primero a ti mismo, a tu provecho, a tu honra, a tu satisfacción. ¡Aceptar, apreciar y aprovechar todo cuanto ofrezca la vida con la mira puesta en Dios, en su beneplácito, en su voluntad, en sus intereses y en su honra! ¡Mirar en todo a Dios, obrar por Él, por amor de Él mismo, amarle a Él, buscarle a Él! Amar también las cosas, lo que no sea Dios, pero solo por consideración, por amor de Él. Ésta es la verdadera esencia de la piedad. Esto es lo que significa aspirar a Dios con hondo sentimiento, con puro corazón. Ésta es la gracia que hoy pide para nosotros la comunidad de la Iglesia: ¡Haz, Señor, que aspiremos solamente a Dios con hondo sentimiento, con un corazón puro!
Dos son los señores que tratan de ganarnos para sí, ahora y eternamente: Cristo y el Anticristo, o sea, el diablo. Podemos elegir con entera libertad. Ante nosotros aparece hoy el Señor en su segunda vuelta, para juzgar al mundo. Al otro lado aparece el diablo. ¡Nosotros renunciemos al diablo, como en el día de nuestro santo Bautismo, y elijamos al Señor, a Dios!

Cuanto más hondamente aspiremos a Dios, es decir, cuanto más fielmente practiquemos el precepto del amor a Dios, más al abrigo nos pondremos contra las tentaciones y persecuciones del diablo. Nuestra consigna debe ser: no mirar ni temer al tentador, sino mirar y amar al Señor. Con solo el amor tenemos fuerza más que suficiente para triunfar de Satanás y de todos sus adláteres. Por eso, “practicad el amor” (1 Cor. 14, 1). Ante todo, el amor: “¡Amarás!”

El amor de Dios lo encontramos en la santa Eucaristía, en la sagrada Comunión. La Eucaristía es el sacramento del amor. Es el fuego traído por el Señor desde el cielo a la tierra (Luc. 12, 49) y depositado en nuestra alma, para que abrase nuestro corazón y para que aprendamos a amar al Padre con el amor de Jesús. Por eso, la sagrada liturgia nos conduce todas las mañanas a la santa Eucaristía, al horno del amor.

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