13 DE JULIO. VIDA INTERIOR

“Hemos trabajado durante toda la noche, y no hemos podido pescar nada.” Es como si oyéramos a nuestro tiempo decir al maestro: “Hemos trabajado durante toda la noche.” Hoy todo se resuelve con trabajar. Por todas partes reina el trabajo: un trabajo formidable, febril, histérico. Contemplemos el mundo de los negocios puramente naturales y terrenos: todo es en él actividad, precipitación, agitación continua. Pasemos ahora al mundo de los que nos dedicamos a la vida piadosa. El mismo espectáculo. Gemimos y nos martirizamos bajo el peso que nosotros mismos hemos echado sobre nuestras espaldas y que nadie puede llevar (Mat. 23, 4). Comenzamos mil obras buenas, pero no terminamos ninguna. Nos rodeamos de un poderoso y complicado aparato de ejercicios y métodos, y nunca logramos entrar en calor. Ensayamos todas las nuevas invenciones y experimentamos de la devoción, y nunca encontramos nada a nuestro gusto. Nos afanamos sin descanso, pero nuestra vida espiritual permanece siempre lo mismo. Se diría que todos nuestros esfuerzos se los lleva el viento. Después de cada fracaso buscamos nuevos métodos, nuevas devociones, nuevos Santos. Anotamos, calculamos, comparamos y subrayamos lo que no marcha bien. ¿Y el resultado final de tanta actividad? “No hemos podido pescar nada.” Veamos, por fin, el mundo de los que se entregan a la salvación de las almas, a la “caridad”, al apostolado, a la Acción Católica. También aquí aparece el mismo fenómeno. Todo se soluciona con el trabajo. Se crean nuevos centros, se estudian nuevas organizaciones, se ensayan nuevos métodos. Se buscan afanosamente nuevos adeptos y nuevos colaboradores. Se imprime y publica un sinfín de libros, folletos y revistas. Se celebran reuniones y congresos a granel. Se intensifican febrilmente los discursos, las conferencias y la propaganda. Se organiza todo con un orden, con un detalle y con una técnica admirables, insuperables. Pero, ¿cuál es el resultado final de toda esta laboriosa piedad, de esta “caridad” técnica, de este cristianismo organizados? ¿Cuál el éxito de este incansable apostolado, de esta febril actividad social y religiosa? ¿No tendremos, la más de las veces, que acudir con Pedro al Señor y confesarle humildemente: “Maestro, hemos trabajado toda la noche, y no hemos podido pescar nada?

“Pero en tu palabra.” Ahora Pedro arroja su red por mandado de Jesús, en su palabra. Ya no trabaja por propia voluntad, por su gusto y capricho. Lo hace por indicación, por orden del Señor, obedeciendo a su voluntad. ¡’Y alcanza un éxito prodigioso! Aquí está el verdadero secreto de toda obra, de todo trabajo fecundo y bendecido por Dios. “Lo que has de hacer exteriormente, ordénalo antes interiormente” (Imitación de Cristo, 1,3, 3). “Buscad primero el reino de Dios y su justicia (es decir, el cultivo de la vida interior), y todo lo demás se os dará por añadidura” (Luc. 12, 31). Una obra y una conducta puramente externas, que solo se basen en el negocio, en la organización técnica, en móviles humanos y naturales, nunca prosperarán. Para hacerse santos no basta con practicar una interminable serie de ejercicios piadosos. Lo que asegura el éxito a nuestras obras es la fuerza que dimana de nuestra vida interior, de nuestra aspiración a la unión con Dios y a la verdadera santidad. Toda nuestra actividad externa debe estar animada por el espíritu, por la vida interior, como las ramas y las flores de un árbol están animadas por su savia. Lo primero, las tranquilas, las reposadas virtudes interiores: una fe viva, una humilde sumisión a Dios y a su santa voluntad, un total desprecio de sí mismo, una oración frecuente, asidua y, en el centro de todas ellas, un ardiente amor a Dios y a Cristo. Nuestro mundo, nuestro centro de actividad está ante todo en nuestro propio interior. Aquí es donde debemos trabajar día y noche, no tanto con nuestras propias fuerzas cuanto con la fuerza del Espíritu Santo –que habita en nosotros- y con la actividad del mismo Dios que vive y obra en nosotros, que nos habla, nos impulsa y nos dirige. Cuando nos entreguemos de lleno al cultivo de la vida interior, al desasimiento del propio espíritu y de la propia voluntad, al vencimiento de las pasiones desordenadas; cuando haya alcanzado en nosotros su pleno dominio el espíritu de Dios y de Cristo, es decir, la vida divina, entonces estaremos maduros para poder trabajar exteriormente sin egoísmo ni amor propio, no por fines ni móviles terrenos e impuros, sino única y exclusivamente por amor de Dios. Entonces, nuestra actividad será fecunda y bendecida por Dios. Entonces la vida interior nos hará verdaderamente amantes del sacrificio, sufridos, fuertes, constantes, magnánimos, generosos, fieles cumplidores del deber. Nos dará fuerza para vencernos a nosotros mismos, para cumplir nuestras obligaciones con mejor disposición interior, con más recogimiento y quietud, con más abnegada sumisión a la voluntad divina, con mayor perfección interior y exterior. Nos dará valor y fortaleza para sufrir, para aceptar, tranquilos y resignados –por amor de Dios y de Cristo-, todo lo duro y amargo de la vida, para aprovecharlo y convertirlo todo en nuestro mayor bien espiritual. Entonces, la vida interior nos asegurará infaliblemente la bendición divina y la fecundidad de nuestro trabajo.

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