31 DE JULIO. OCTAVO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 El hombre carnal es el hombre de lo presente, de lo perecedero. Sus sentimientos, sus aspiraciones y toda su mentalidad se ciñen exclusivamente a lo que existe aquí en la tierra. Es un hombre que solo se preocupa de sacar provecho de las cosas temporales y de los medios que para ello habrá de utilizar. En cambio, le tiene sin cuidado el que estos medios sean justos o injustos lícitos o ilícitos. Es un hombre que pertenece por completo a los hijos de este mundo. Para él no significan absolutamente nada la vida futura, los mandamientos de Dios y una vida conforme al ejemplo de Cristo, a las máximas y principios del Evangelio. "Si alguien ama al mundo, no posee en si la caridad del Padre: porque, todo lo que existe en el mundo, no es más que concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, todo lo cual no procede del Padre, sino del mundo. El mundo, con toda su concupiscencia, pasará. en cambio, el que haga la voluntad de Dios, permanecerá eternamente" (1 Jn. 2, 15-17). "Si viviereis según la carne, moriréis (con la muerte de la condenación eterna)" (Rom. 8, 13). "Los que son carnales no encuentran gusto más que en lo que es de la canre. La prudencia de la carne es muerte. es enemiga de Dios, pues no se somete a su Ley. Los que son carnales no pueden agradar a Dios" (Rom. 8, 5). En cambio, "nosotros no somos deudores de la carne" (Rom. 8, 12). Al contrario, hemos sido rescatados de la esclavitud de la carne y de su concupiscencia, hemos sido libertados del mundo y hechos hombres espirituales, en virtud de la gracia bautismal y de la venida del Espísritu Santo a nuestras almas. Por eso, debemos "vivir únicamente para las cosas del espíritu" (Rom. 8, 5). "¡Oh Dios! Hemos experimentado tu misericordia en medio de tu templo", en la santa Iglesia.

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