8 DE JULIO. HAY QUE MORTIFICAR LAS PASIONES
La mortificación interior debe producir en nosotros efectos contrarios a los de nuestros malos instintos, es decir, iluminar la mente, fortificar el corazón y santificar la voluntad. Desecha, pues, de nosotros ese tumulto de PENSAMIENTOS extraños y de imágenes peligrosas e inútiles, a fin de que podamos estar profundamente recogidos. Nos ayuda a desarrollar en nosotros la viveza de la fe, y nos facilitará la meditación de las verdades más propias para llevarnos al bien. Estudiemos devotamente a Jesús crucificado y aprendamos de él la ciencia del renunciamiento a nosotros mismos, a nuestros errores y a nuestros prejuicios.
Cuán FUERTES seremos así contra las seducciones del mundo y del demonio, contra esas seducciones que tanto poder de fascinación tienen sobre nuestras naturales inclinaciones. Al triunfar de ellas, quitamos al mundo y al infierno todo dominio sobre nosotros. ¡Qué escasa impresión hacen las tentaciones del orgullo sobre un corazón que sabe humillarse profundamente ante Dios! ¿Cómo podrían las vanidades mundanas tener acceso a un alma que las desprecia y que vive totalmente desprendida de ellas? Lo mismo acontecerá con todas las pasiones: si las encadenamos con constante mortificación, no podrán ser un obstáculo a nuestro progreso espiritual.
Mortificando nuestras pasiones alcanzaremos la perfección de las virtudes. Cada victoria lograda sobre una de nuestra malas inclinaciones desarrolla la tendencia contraria. Cuando renunciamos a la propia voluntad, nos hacemos flexibles y dóciles en las relaciones con los Superiores, condescendientes y afables con los iguales y estamos siempre dispuestos a oír la voz de la gracia y a someternos al beneplácito divino. Si tuviéramos el hábito de la abnegación, no nos dolería tanto una afrenta, un reproche, una falta de consideración, un regaño o una humillación, ni tampoco aparecería el mal humor al distraernos de nuestras ocupaciones, al molestarnos, contradecirnos o contrariarnos. Si nos quejamos, entristecemos y murmuramos es siempre por el amor propio que vive aún en nosotros, a pesar de que hace ya muchos años debiera de estar muerto o mortificado.
¡Oh Dios mío! ¡Cuán lejos estoy de conservar siempre esa calma imperturbable de los santos, que, no teniendo voluntad propia, aspiraban únicamente a la unión con Jesús crucificado! Por intercesión de María Santísima, Reina de los Mártires, infúndeme el valor que necesito para reprimir mis inclinaciones y enmendarme de mis defectos, particularmente de aquel que tengo más arraigado.
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