3 DE AGOSTO. LAS TRES CONCUPISCENCIAS.

 Santo Domingo vio un día al Señor sentado sobre un trono deslumbrante, desde el cual, teniendo TRES LANZAS en la mano, parecía querer atravesar con ellas a los hombres y castigar a toda la tierra. Al mismo tiempo vio cómo la Virgen Santísima, echándose a sus plantas, imploraba su misericordia. Y como el Juez divino, irritado, se quejase de los crímenes que inundaban el mundo, María le presentó a dos de sus siervos, Domingo y Francisco, asegurándole que por ellos se verificaría una feliz transformación en las almas, con lo cual cayeron las lanzas de las manos de Jesús y cesó su enojo.

En esta visión, los tres dardos son figura de las tres plagas con que el Juez soberano quería castigar al mundo culpable por su orgullo, su amor excesivo a las riquezas y su sed de placeres nunca saciada. Estas tres concupiscencias, que tantas ruinas ocasionan en el mundo de las almas, todos los santos,y entre ellos Santo Domingo y San Freancisco, las combatieron denodadamente. Pero ¿de qué manera lo hicieron? Practicando hasta el heroísmo la humildad, la pobreza y la castidad. Fueron, en efecto, heroicos en el amor de las humillaciones y oprobios, que buscaban con más ardor que los mundanos buscan las dignidades. Fueron heroicos en su pobreza voluntaria, que llegó hasta el extremo de vivir al día, pendientes de la Providencia, sin reservar provisión alguna. Fueron heroicos en las durísimas y admirables penitencias que hacían y la austeridad de vida que llevaban para conservar intacta su inocencia, que guardaban como lirio entre espinas.

Esta conducta de los santos no debiera extrañarnos. Sin duda, mucho más les EXTRAÑARÁ a ellos vernos tan tranquilos, rodeados como estamos de enemigos que encarnizadamente trabajan para perdernos. Los santos, a pesar de su vida humilde, pobre, mortificada, temían los juicios de Dios y su propia fragilidad. Nosotros, por el contrario, halagando nuestro orgullo, vanidad, molicie, sensualidad, vivimos sin preocuparnos y siempre satisfechos de nosotros mismos. ¿De qué lado se encontrará la esperanza, la seguridad, la alegría de la buena conciencia, sobre todo cuando llegue la hora de la muerte? ¿No es acaso del lado de los que, como ellos, temen al Señor?

¡Oh Dios mío!, que inspiraste estas palabras: "Al que teme al Señor le irá felizmente en sus postrimerías y será bendito en el día de su muerte (Eccl.1, 13)", concédeme la gracia de aplicarme a la obra de mi santificación y salvación con el temor constante de perderme eternamente.

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