5 DE SETIEMBRE. NATIVIDAD DE LA VIRGEN MARÍA

 Al nacer María fue llamada por Dios a santificarse a sí misma y a trabajar por la salvación del género humano. Para lograrlo, recibió desde el instante de su Concepción un TESORO DE GRACIA muy superior al que poseen todos los ángeles y todos los santos reunidos; tesoro que habría de hacerla la más grande de todas las criaturas y Mediadora universal entre Dios y nosotros. Madre de Dios y Madre de los hombres, tiene que estar colocada a la altura de estas dos prerrogativas, por una eminentísima santidad y un poder de intercesión proporcionado a nuestras necesidades.

Hija del Padre y Esposa del Espíritu Santo, ha de ser trasunto de las más SUBLIMES VIRTUDES y convertirse en el canal por el que se derramarán las gracias de su Esposo celestial, que quiere por ella santificar a la humanidad caída. Su perfección debe estar de acuerdo con el esplendor del trono para ella preparado a la diestra de su Hijo divino. Tales destinos exigen dones y privilegios inefables, como los recibidos por María, y FIDELIDAD sublime como la que la Virgen practicó para estar a tono con tan grandes prerrogativas.

Nosotros también, salva la proporción, hemos venido a este mundo para santificarnos y conseguir a los demás la salvación. Para alcanzarlo, Dios nos dotó en el Bautismo de un TESORO de fe, de esperanza, de caridad, de virtudes y dones celestiales que hemos de poner en juego. A estas virtudes y dones añadió muchos PRIVILEGIOS: el de la filiación en Cristo o adopción divina; el de nuestra unión y semejanza con el Salvador, Viña mística y adorable MODELO, y el de ser templos del Espíritu Santo de modo substancial y permanente.

En semejantes condiciones y con las gracias actuales que cada día se nos conceden, no es fácil cumplir nuestros destinos. ¿Lo hemos hecho hasta ahora? ¡Cuántos reproches bien merecidos podría Dios dirigirnos! Desde la infancia, durante la adolescencia y más tarde todavía, olvidándonos de nuestro último fin, hemos obrado como si no dependiéramos de Dios, tomando por ley nuestras ideas y nuestra propia voluntad. Lamentemos estos desvaríos y propongámonos redoblar el fervor en el poco tiempo que nos separa de la eternidad.

¡Oh Dios mío! Presérvame de la desgracia de resistir a tus luces, a tus atractivos y a los buenos impulsos que me vienen de ti. A veces me inspiras huir de cierto peligro, lectura, persona o pasatiempo; a veces me haces sentir deseos de vigilar, de orar o enmendarme de determinados defectos. ¡Cuántas veces desoigo estas invitaciones a la virtud! Si hubiera correspondido a la gracia desde la infancia, quizá tendría ya adquirida la perfección de los santos. Concédeme, te lo ruego, la más perfecta fidelidad para el recogimiento interior, para escuchar allí tu voz, para obedecerte en todas mis obras y conducta.

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