DECIMOCUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS. LA PROVIDENCIA DIVINA

 “Tu providencia, oh Padre, lo gobierna todo” (Sap. 114, 3). No existe nada, absolutamente nada, en el universo, en la historia del mundo y en la vida del hombre, que no sea querido y obrado o, por lo menos, permitido por Dios. Dios no puede querer ni obrar el pecado; pero lo permite. Todo lo demás, fuera del pecado, es querido, realizado, ordenado y dirigido por Él. ¡Solo por Él! Y ello, con una sabiduría divinamente certera y universal; con un poder absoluto, ilimitado e incontrastable; con una bondad y un amor que solo aspiran al mayor bien y perfección del todo y de los individuos. “¿Acaso no pueden comprarse cinco pájaros por dos ases? Y, sin embargo, ninguno de estos pájaros es olvidado por Dios. ¿No valdréis vosotros más que muchos pájaros juntos?” (Luc. 12, 6). La preocupación, que Dios tiene por los hombres, es la misma que tiene una gallina por sus polluelos o la que siente la madre por su hijo. “Os llevaré pegados a mi pecho y os arrullaré sobre mis rodillas. Cuidaré de vosotros como una madre cuida de su adorado niño” (Is. 66, 12). “¿Puede acaso una madre olvidarse de su hijo y despreciar el fruto de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti” (Is. 49, 15). Existe una providencia. Por encima de la providencia universal, hay además una providencia individual y particular. Esta última es la que se preocupa de todos aquellos que buscan sinceramente a Dios. Es quien cuida de los hijos de Dios, de los que le aman y viven para Él. Para todos éstos, tiene el Padre celestial una mirada singularmente atenta y vigilante. Se muestra con ellos de un modo particularmente pródigo, cariñoso y amable. Siempre está preocupado de santificarles cada vez más perfectamente. Trabaja en ellos y para ellos día y noche, sin interrupción alguna. Todo cuanto sucede en el mundo, les sirve para su mayor bien. Todo lo han previsto, ponderado, ordenado, dirigido y concatenado la sabiduría, el poder y la bondad de Dios de tal modo que contribuya a su santificación. Todo, absolutamente todo, sin excepción de ningún género, lo ha puesto Dios al servicio de la salud eterna de sus hijos. Todo lo ha ordenado a su crecimiento en la vida interior, a su perfección en la unión con Dios, a su felicidad y a su bien sobrenaturales. ¡Qué admirados, qué atónitos y qué agradecidos quedaremos a Dios el día en que, a la luz de la eternidad, podamos conocer el modo divinamente sabio, poderoso y amable con que Él trabajó en nuestra alma, aquí en la tierra, el modo divinamente admirable y misterioso con que Él lo ordenó y lo encaminó todo a nuestro mayor bien sobrenatural, a nuestra perfecta santificación! “Tu providencia, oh Padre, lo gobierna todo.”

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