1 DE OCTUBRE. “Señor, compadécete de mí, pues a Ti clamo todo el día.”

 “Trabajad vuestra salvación con temor y temblor, pues solo Dios es el que realiza en vosotros el querer y el obrar, y ello según a Él le place” (Flp. 2, 13). Si nos abandonara a nosotros  mismos, seríamos arrastrados invenciblemente por el peso de nuestra naturaleza caída hacia el abismo del mal, del alejamiento de Dios. “No es, pues, obra del que quiere ni del que corre, sino del Dios misericordioso” (Rom. 9, 16). Nosotros somos sarmientos de Cristo, de la vid. “El que permanece en mí, y yo en él, produce mucho fruto: porque sin mí no podéis hacer nada. De igual modo que el sarmiento no puede dar fruto, si no permanece unido a la vid, así tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí. El que no permaneciere en mí, será arrojado fuera, como un sarmiento, y  se secará” (Jn. 15, 4 sg.). Para que el sarmiento no se seque y pueda producir fruto; para que nosotros podamos trabajar con eficacia en la obra de nuestra salvación, necesitamos permanecer íntima y vivamente unidos con la vid. Solo así podremos nutrirnos de su jugo vital y vivir. Este jugo vital, esta savia es la gracia. Sin ella no podemos hacer nada que no tenga valor para nosotros. “Nadie puede ir al Padre, si el Padre no le lleva” (Jn. 6, 44), por medio de la gracia. Sin la ayuda de la gracia no puede existir ningún arrepentimiento válido delante de Dios, no es posible el alejamiento del pecado, la conversión, la mejora de vida. Sin la ayuda de la gracia no pueden darse pensamientos verdaderamente buenos y saludables, afectos, deseos, obras, oraciones y sacrificios agradables a Dios. Todo depende de la ayuda de la gracia, de la misericordia de Dios. ¡Tan pobre, tan impotente es el hombre de sí mismo! La inteligencia más bella, el talento más privilegiado, la ciencia más perfecta es nada, cuando se trata de una obra de la salvación eterna. Si el Señor nos concede su gracia, se debe únicamente a su misericordia, a su bondad, a su amor, no a nuestro derecho, a nuestros méritos, a nuestros esfuerzos. ¡Qué poca cosa es el hombre!

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