IMPORTARNCIA DE LA SALVACIÓN (1)

Daremos comienzo a una serie de meditaciones sobre los grandes temas de nuestra vida y eternidad. Si el hombre meditase mas sobre sus postrimerias, vería esta vida con otra optica... pues la verdadera Vida no es esta, si no la que durará por siempre. Esto precisamente es lo que ha llevado a los santos a expresar incluso el agobio de tener que estar en este mundo y desear tan fuertemente el morir para vivir. 
San Ignacio (el hombre que siempre miraba al Cielo) llegó a decir: "Cuan viles y bajas me parecen todas las cosas de la tierra cuando miro al Cielo".  ¿Tenemos también nosotros estos o similares sentimientos? o por el contrario, nos duele pensar que un día tendremos que dejar todo.

El más importante de todos los negocios es el de nuestra eterna salvación, del cual depende nuestra fortuna o nuestra ruina eterna.

Una sola cosa es necesaria (Lc. 10, 44). No es necesario que seamos ricos, nobles...: pero si es necesario que nos salvemos. Es el único fin para el que Dios nos ha puesto en el mundo. ¡Desgraciados seremos si erramos!

Decía San Francisco Javier que en el mundo no había más que un bien: salvarse, y un mal: condenarse. ¿Qué importa que seamos pobres o despreciados o estemos enfermos o que nos acablen los sufrimientos? Si nos salvamos, seremos siempre felices. En cambio, ¿de qué nos servirá haber sido reyes y nobles y hayamos tenido una vida sin sufrimientos y regalados en comodidades, si somos desgraciados eternamente?

¡Dios mío! ¿Qué será de mí? Puedo salvarme, y puedo condenarme. Y conociendo esa posibilidad de condenarme, ¿por qué no me entrego todo a Ti? Jesús mío, compadecete de mí. Yo quiero cambiar de vida. ¡Ayúdame! Distes la vida por salvarme, ¿y querré yo condenarme? ¿Hasta el día de hoy, he hecho yo bastante por mi salvación? ¿Me he asegurado yo contra el infierno, contra esa condenación eterna?

¿Con qué podrá compensar el hombre la pérdida de su alma? (Mt. 16, 26). ¿Qué no han hecho lo santos para asegurar su salvación? ¡Cuántos reyes y reinas, renuncianron a sus coronas, han ido a encerrarse en el claustro! ¿Cuántos jóvenes, dejando su familia, sus tierras, se han sepultado en la soledad de la vida eremítica! ¿Y qué hacemos nosotros? ¡Cuánto hizo Jesucristo por salvarnos! ¡Vivió treinta y tres años entre penas y trabajos! dio por nosotros su vida, ¿y nosotros nos empeñamos en perdernos? Os doy gracias, Señor porque no me enviastes la muerte cuándo estaba en pecado. Si hubiera muerto entonces, ¿qué sería de mí por toda la eternidad?

Dios quiere que todos los hombres se salven (Tm. 2,4). Si nos perdemos, es únicamente por culpa nuesta; ése será nuestro mayor tormento en el infierno.

Si, como decía Santa Teresa, cuando por culpa nuestra perdemos cualquier bagatela, una prenda, un anillo, tanta pena sentimos, ¿cuál será la pena del condenado al ver que por culpa suya lo perdió todo, el alma, el paraíso y a Dios?

¡Cuántos años hace que merecía estar en el infierno, donde ya no pudiera arrepentirme ni amarte! Ya que todavía lo puedo, me arrepiento y te amo.

¿A qué espero? ¿A tener que gritar con los condenados: Nos hemos equivocado (Sab. 5, 6), y ya no hay para nosotros ni habrá ya nunca remedio?

Para todo otro error puede haber remedio en este mundo; pero la pérdida del alma es un mal sin remedio.

¡Cuántos trabajos y fatigas no se toman los hombres por ganar algún interés, alguna honra o algún placer! Y por el alma, ¿qué hacen? Se diría que la pérdida del alma no significa nada.

¡Cuánta solicitud para conservar la salud del cuerpo! Se buscan los mejores médicos, las mejores medicinas, los climas más sanos, y para el alma todo es negligencia.

¡Podemos condenarnos para siempre! ¿Y no temblamos? ¿Y dilatamos el arreglo de nuestra conciencia?

Piensa, hermano mío, cuántas gracias te ha hecho Dios para salvarte. Te hizo nacer en el seno de la Iglesia, de famillia piadosa, te sacó del mundo y te puso en su casa. Y luego, ¡cuántas facilidades para la santidad! Sermones, directores, buenos ejemplos. ¡Cuántas luces, cuántas voces amorosoas en los ejercicios espirituales, en la oración y en las comuniones! ¡Cuántas misericordias de Dios! ¡Cuánto tiempo te ha esperado! ¡Cuántas veces te ha perdonado! Gracias que a otras muchas almas no ha hecho el Señor.... (continuará)





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