Lecc 7 LA REVELACION (2)

La historia prueba la necesidad de la revelación.

— Pero, además, aun para el estado natural y para las verdades morales humanas, le es necesaria al género humano la revelación. Para lo cual basta ver la naturaleza humana y la historia de la Humanidad No niego que un hombre de eximio ingenio, colocado en especiales circunstancias, no pueda conocer todas las verdades del orden moral, toda la ley natural, todos sus deberes. Tampoco digo que haya alguna verdad moral, alguna ley natural, que esté oculta al entendimiento de algún hombre; todas ellas pu den ser conocidas por la razón sola. 

En fin, tampoco digo que la razón humana no tenga fuerzas para llegar a conocer todas las verdades naturales del orden moral. Lo que digo es que, en el estado en que quedó la naturaleza después del pecado de Adán, el género humano, la generalidad de los hombres, no hubiéramos podido conocer la ley natural toda, si Dios no nos hubiera dado algún auxilio especial, y de no darnos otro, por lo menos la revelación de esta ley. Así lo vemos en la historia de las naciones. Porque todos los pueblos, aun los civilizados, estuvieron llenos de errores y de oscuridades y de vacilaciones; dudaban cuál era el último fin del hombre; pensaban muchos que era perfección y sabiduría darse a los bienes terrenos: sobre la familia, sobre la mujer, sobre los criados, sobre los reyes y vasallos, sobre los placeres, sobre la naturaleza de Dios, sobre la virtud, sobre las verdades morales, tenían muchos errores, muchas disensiones, muchas dudas, y ni aun los mismos filósofos entre sí convenían, como se ve clarísimamente por la historia. Y hoy mismo, cuando los hombres prescinden de la luz de la revelación, ¡cuántos errores tienen! Y, en efecto, sin enseñanza divina, sin algún auxilio especial de Dios, para conocer hoy la ley natural se necesitaría tiempo, espacio, estudio, ingenio, aplicación, educación, medios. Ahora bien, esto falta a la mayor parte de los hombres. Y, por tanto, los más, si no existiera la revelación o alguna otra manera fácil, no podrían aprender lo necesario. En fin, hay muchas verdades que parecen superar nuestras fuerzas si no se nos enseña algo; por ejemplo: ¿Cómo sabríamos el culto que hay que dar a Dios? ¿Cómo se podrá conseguir el perdón de los pecados? ¿Cuál es el camino para la vida futura? Algo podríamos conjeturar sin la revelación; pero ¿saberlo ciertamente?... 

Por lo cual, Dios nos hubiera dado algún auxilio o alguna revelación, por lo menos natural. Mas como nos ha elevado al orden sobrenatural, nos ha dado también la revelación sobrenatural, la cual por una parte nos enseña los misterios y por otra nos enseña también el orden moral natural, de modo que esté al alcance del pueblo que quiera aprender.

Así, pues, la revelación en el estado de cosas en que Dios ha dejado el mundo, es necesaria para que el género humano pueda en su vida conocer, como debe, sus obligaciones morales, facilmente, sin dudas, por lo menos en lo sustancial, en su totalidad, especialmente en el culto que ha de dar a Dios y en el camino que ha de seguir para salvarse. 

Además, como Dios nos ha elevado al estado sobrenatural de la fe y de la gracia, es necesaria la revelación para conocer los misterios y verdades sobrenaturales, que Dios quiere que conozcamos. Porque sin revelación no conoceríamos estas verdades, inaccesibles a la razón humana. 

Existencia de la revelación.

—Esto supuesto, resta ya la cuestión final. La revelación ¿existe o no? ¿Dios ha revelado algunas doctrinas a los hombres? 

—Sí, existe la revelación y Dios ha revelado muchas cosas a los hombres. Lo cual se prueba por la historia fidedigna y además también por la enseñanza de la fe. Dios hizo revelaciones por los Patriarcas, por los Profetas, por Jesucristo, por los Apóstoles. 

Dios reveló sus doctrinas primero a los Patriarcas. A Adán le tuvo que enseñar, din duda, muchas cosas, y le habló en muchas ocasiones, antes de la caída; después de la caída le reveló el misterio de la Redención y le habló varias veces. También habló a Noé, a Abraham, a sus descendientes. A Moisés habló muchísimas veces y le reveló innumerables doctrinas; a David igualmente se le comunicó muchísimo. Unas veces les hablaba en particular; otras, pocas, a todos en general, como cuando habló en el Monte Sinai a todos; a veces por medio de ángeles, como a Abraham, a Jacob y a Tobías; a veces desde una nube o desde una zarza o por interior ilustración. 

Luego habló y reveló muchas cosas a los Profetas, que fueron un don singularísimo de Dios a su pueblo. Muchas de sus profecías las tenemos escritas y contienen preciosísimas revelaciones y doctrinas acerca de la Redención. 

Más tarde, cuando el Señor quiso realizar la Redención, como dice San Pablo (Heb., 1), después de haber hablado a nuestros Padres muchas veces y de muchas maneras antes, por fin ahora nos ha hablado Jehová por el Hijo, es decir, por Jesucristo, a quien mandó después del último Profeta, que fué San Juan, para enseñarnos la doctrina cristiana. «Yo doy testimonio. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Yo hablo lo que he recibido de mí Padre», etc., etc. Tales fueron sus palabras fundadísimas. Y el Padre le dió testimonio dos veces claramente por palabras y muchas por milagros. «Éste es mi Hijo muy amado, oídle». 

En fin, por medio de los Apóstoles también nos reveló muchas cosas que constan en la Escritura y en la Tradición. Después de ellos se cierra la revelación católica hecha a la Humanidad. 

Revelaciones particulares.

—Las revelaciones hechas después a los hombres, en general a los santos como San Francisco, Santa Teresa, y a otros, las de Lourdes a la niña Bemardita, no son de fe ni obligatorias, pero sirven para levantar nuestra fe y animarnos a la virtud. No son una revelación, sino una expresión de la fe de la Iglesia. No se debe darles crédito con ligereza; pero tampoco rechazarlas con orgullo y desdén. La Iglesia es muy cauta en ellas y cuando las aprueba, no por eso dice estamos obligados a creerlas. Su juicio indica que en estas revelaciones no hay nada de malo ni contrario a la fe. Pero no las hace obligatorias de ningún modo. 

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