LA VOLUNTAD (4)
¿Son actos humanos
todos los actos del hombre?
No. Se distinguen en el hombre tres clases de
actos:
1º Actos reflejos inconscientes;
2º Actos reflejos conscientes;
3º Actos voluntarios.
Se llama acto reflejo a la reacción puramente
orgánica producida por una impresión sensible. Esta reacción o acción refleja
puede ser consciente o inconsciente: consciente,
cuando el sujeto se da cuenta de los
sucesos que se desarrollan en el teatro vivo de su alma; inconsciente, cuando nada se sabe de eso. Así en el niño, antes del
desarrollo de la conciencia, todos los actos son puramente reflejos; gritos,
gemidos, agitación de los miembros, todo se reduce a simples reacciones
orgánicas. Y aun después de despertarse la conciencia queda todavía ancho campo
a los actos reflejos.
Aunque el acto reflejo sea consciente no quiere decir por eso que sea voluntario; porque puede
haber efectivamente actos conscientes
que no tengan nada de voluntarios, que no pasen de ser puramente reflejos, como cuando sentimos los movimientos
respiratorios sin que nuestra voluntad intervenga para nada en ellos. Lo mismo
ocurre en la acción refleja, resultado final de intensa impresión nerviosa;
puede suceder que por efecto de una impresión muy grande hagamos cosas que a las veces reprueba la conciencia
moral, y que no supimos evitar. Sin embargo,
por involuntarias que parezcan tales acciones no siempre están exentas de responsabilidad, porque, a las veces, si la voluntad hubiera
intervenido, hubiera tomado otra dirección la corriente nerviosa por la
influencia de otra corriente contraria.
En definitiva en el acto reflejo consciente, la conciencia se da cuenta de lo que
sucede, pero no es ella la que lo causa.
En el acto
voluntario, el acto de la voluntad
es causa realmente de lo que sucede y el alma tiene pleno conocimiento de ello.
Por una parte, el entendimiento
percibe una verdad especulativa; el juicio
práctico señala la relación de dependencia que debe haber entre la
actividad del alma y la verdad percibida, y, en fin, la voluntad, usando de la libre determinación, interviene para
imperar actos dependientes o independientes de la conciencia. El acto voluntario es por consiguiente producto
de doble acto, acto de entendimiento
que esclarece y juzga el acto que se va a realizar; y acto de voluntad, que prepara y realiza por vía de imperio el acto
que se ha de ejecutar.
Sólo el acto
voluntario se le puede llamar acto
humano.
¿En qué ha de
ejercitarse el alma para que la voluntad posea el dominio sobre todas las
potencias o energías vitales de que ella es origen?
El paso a la acción o el resultado de una resolución supone tres
condiciones psico-físicas: vitalidad funcional del sistema nervioso, vías de
transmisión abiertas por la costumbre, intensidad de la impresión inicial o
vigor del primer impulso:
La
vitalidad funcional será fruto de una higiene
racional;
b La costumbre se formará por la continuidad del esfuerzo;
c El vigor del
primer impuso dependerá del calor del
sentimiento provocado en el alma.
He aquí el
programa que se impone a todo el que pretende educar bien su voluntad.
¿Qué se ha de
entender por la vitalidad funcional asegurada por la higiene?
La necesidad de la higiene corporal es cosa ya inculcada de antiguo: mens sana incorpore sano.
El objeto de la higiene es elegir
y moderar la alimentación, apartar del régimen alimenticio los elementos
nocivos y contrarios a la flexibilidad del protoplasma, cuidar de la digestión,
asegurar la aireación y circulación de la sangre, dar agilidad a los músculos
con el ejercicios físico. Equilibrando el organismo la higiene hace de él un
auxiliar muy poderoso de la voluntad.
Lejos de ser contrarias, la
higiene y la mortificación se ayudan mutuamente y concurren al mismo fin:
fomentar la vida por el camino del espíritu sobre la carne: si facta carnis mortificaveritis, vivetis (Rom.
8, 13)
La higiene es, en efecto, una forma de mortificación, ya que no consiste
en halagar al cuerpo, sino en gobernarle. De ahí la necesidad de imponerse
continuas privaciones: abstine; y de
soportar muchas fatigas: sustine. La mortificación cristiana es a su vez
una forma de higiene. Los grandes penitentes fueron siempre hombres de voluntad
enérgica, cosa que se concibe muy bien, puesto que un acto de mortificación es
la sustitución del acto voluntario por acto reflejo, el imperio que se ejerce
por el poder de inhibición sobre los impulsos naturales, la sujeción del
organismo al alma espiritual.
Se ha de notar, sin embargo, que
el fin de ambas es diferente: la higiene
mira ante todo a la conservación del ser físico; la mortificación pretende ante todo la supremacía del ser moral. Ambas se armonizan en la práctica, en el
sentido que las dos consiguen su fin gobernando el cuerpo con severidad y
aconsejando los mismos ejercicios.
¿Qué se ha de entender por la formación de las costumbres mediante el
esfuerzo?
La higiene asegura al sistema
nervioso la actividad de las funciones de los órganos del cuerpo, la costumbre
abre a las corrientes vías de transmisión. La facilidad o al dificultad para
ejecutar un acto depende de las vías que se han de recorrer entre el centro sensible excitado por la resolución y el
centro motor de donde procede la
ejecución. Si entre los dos centros no se dan relaciones combinadas, entonces
se impone un trabajo complicado; la voluntad ha de poner en ejercicio continuo
su poder de inhibición y de excitación. Largo y laborioso es este trabajo de
ejecución moral y psico-físico a la vez.
Bajo cualquier forma que se
provoque nuestra actividad, se pueden distinguir tres períodos:
1º El período de dispersión,
en el que el gasto de energías se hace sin orden, sin continuidad y sin medida.
Así obra el niño en el primer
ejercicio de sus fuerzas físicas; de la misma índole es el trabajo moral en la
fase de la dispersión. En estos casos no hay voluntad; los deseos son muchos y
variados, sin consistencia y sin dirección. Los hombres que no salen de esta
fase son débiles, porque se dejan
gobernar por las circunstancias y no se rigen por sí mismos; volubles, porque padecen todas las
variaciones de las influencias del exterior y de las impresiones del interior; antojadizos, porque están sujetos a
impulsos y acciones los más contradictorios.
.
2º El período de esfuerzo,
en el que los movimientos se coordinan por una especie de violencia prolongada
y sostenida. Así obra el niño en el momento de su formación para aprender a
andar, hablar, etc…; así se forma la voluntad en la fase del esfuerzo: el alma
toma entonces en una mano las riendas de su imperio, aunque le cueste domar una
a una las potencias de su ser;
3º El período de la costumbre
en que los movimientos llegan a ser rápidos y aun espontáneos, y fáciles y hasta
inconscientes. Si es costoso, en efecto, hacer que quede grabada en el
organismo la senda del bien, sin embargo, una vez grabada ya no se borra. La buena
costumbre es, por consiguiente, una recompensa justa; el placer de trabajar es
premio del esfuerzo. Por el contrario, la mala costumbre es castigo de la mala
obra: qui facit peccatum servus est
peccati (Jn. 8,34).
Entendida de esta manera, la formación de la voluntad es una lucha
contra la disipación de las energías del alma, una toma de posesión del hombre
por sí mismo, en una palabra, un esfuerzo. Y este esfuerzo ha de ser continuo.
No hay que dormirse en las posiciones conquistadas, aunque parezcan estables.
La conquista de nosotros mismos nunca pasa de ser parcial. La costumbre
adquirida no constituye en ningún caso un derecho al descanso y a la ociosidad.
Es un capital que hay que hacer producir.
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