CIEN AÑOS DE MODERNISMO (11)

CAPÍTULO III
Santo Tomás y la teología dogmática

Después de san Agustín, la Iglesia asume definitivamente el papel de Maestra y civilizadora que había quedado vacante por la desaparición del Imperio Romano. El movimiento doctrinal y la cultura que se mantiene durante los mil años que duró la Edad Media, tiene un nombre: la escolástica. Los grandes intelectuales, por el hecho de ser sabios y cristianos, se creen en la obligación de analizar su fe en términos tan racionales como sea posible. La fe procura entender las cosas de Dios, pero también sirve para comprender el universo terrestre. De ese trabajo realizado para expresar mejor a Dios nace en la Iglesia el esfuerzo teológico y dogmático, cuyo representante en más alto grado es santo Tomás de Aquino. Al describir la génesis y el apogeo de la escolástica, y al estudiar a sus más feroces adversarios, podremos poner bien en claro esta nueva intuición propia de la verdad cristiana, a saber, la armonía que hay entre la Revelación y la razón. 

1. La escolástica y santo Tomás 

Desde el siglo VII hasta el XVI, los filósofos y teólogos, pese a sus diferencias, reciben un mismo nombre, el de escolásticos (hombres de la escuela), porque son solidarios en todos los puntos neurálgicos del conocimiento. En esa época la cristiandad está perfectamente unificada en el plano político y religioso. Lo mismo sucede con el pensamiento. Hay un idioma común: el latín eclesiástico, que permite concertar los esfuerzos en la búsqueda de la verdad. El método es uniforme: la demostración racional rigurosa, tanto en filosofía como en su aplicación a la Revelación en teología. Las fuentes son idénticas: la inmejorable filosofía de Aristóteles y la fe. Así, durante varios siglos, generaciones de sabios anónimos se apoyan en sus predecesores con la única pretensión de aclarar y ordenar la cultura cristiana. Los límites tan amplios y saludables de la escolástica, lejos de ser un obstáculo, dieron paso a resultados prodigiosos. 
Los hercúleos esfuerzos de la escolástica debían alcanzar su coronación en el siglo XIII, el siglo más importante de la Historia cristiana y de la Historia a secas. Es el siglo de san Luis y de Dante, el siglo que ve el nacimiento de la catedral de Colonia y de la Suma teológica, el siglo del Poverello de Asís y de santo Domingo. Y, al igual que en los tiempos del apogeo de la época pagana, nos encontramos con mentes brillantes que ofrecen una vigorosa síntesis. Mencionemos, en particular, a san Alberto, a san Buenaventura y, sobre todo, a santo Tomás de Aquino, el mayor de todos ellos. El auge de la escolástica se debe a tres factores simultáneos: la fundación de las universidades, entre las cuales la más importante es la de París; la constitución de la orden dominica, que produce los primeros monjes universitarios; y sobre todo la traducción de las obras de Aristóteles. 
En efecto, la llegada del Filósofo a las escuelas fue el acontecimiento capital que le dio al siglo XIII una fisonomía propia. La sabiduría pagana, expresada en una amplia síntesis científica y con un ideal propio de vida, se alzaba ahora frente a la sabiduría cristiana conservada en la corriente agustiniana. Era la primera confrontación de la humilde filosofía de las realidades humanas con la elevada teología de las cosas del cielo. El encuentro no se produjo sin choques. Aristóteles hacía su aparición, juntamente con ciertas concepciones de tinte panteísta entre otras, a través de los comentadores judíos y árabes de la España meridional, que más bien merecerían el nombre de corruptores. Asimismo, este tesoro de la sabiduría humana estaba impregnado del veneno del paganismo. ¿Llegarían a triunfar sobre el corazón cristiano los dioses de la antigüedad? El gran mérito del siglo XIII consistió en lograr elaborar la síntesis que las culturas siguientes ya no pudieron repetir nunca más. El Renacimiento humanista y las revoluciones subsiguientes del protestantismo y del «siglo de las Luces», al hacer del hombre el centro de todo, sólo lograron destruir la unidad medieval. Y es que, en efecto, esa unidad y armonía de las dos grandes sabidurías que hasta ese momento corrían por caminos separados, se llevó a cabo durante la cristiandad medieval. Este trabajo de integración de las dos verdades, humana y divina, requería un genio providencial. Y la Providencia no iba a negarle este hombre al siglo de la fe. 
Lo apodaban el Buey mudo no sólo por su físico y su mutismo, sino también por el hecho de que fue un rumiante perpetuo. Tomás de Aquino, napolitano de genio precoz, tuvo siempre orientada su inteligencia hacia las cosas más elevadas, desde que había preguntado a los monjes de Monte Casino cuando apenas contaba cinco años: «¿Qué es Dios?». Esa pregunta lo obsesionará hasta el día de su muerte. Ese humilde fraile mendicante, temeroso de la responsabilidad de predicador, que renunciará generosamente a toda dignidad exterior, había asimilado todos los libros accesibles en esa época. Se sabía la Sagrada Biblia de memoria y había tenido acceso a las mejores fuentes escritas, tanto en Roma como en los demás centros universitarios. Desde sus comienzos en París, aurora borealis y capital intelectual del mundo cristiano, santo Tomás sorprendió a todos sus contemporáneos, que pronto se amontonaron a su alrededor para escuchar al maestro más famoso de la Universidad de París. Los biógrafos no escatiman elogios sobre su enseñanza: un nuevo método, nuevos argumentos, nuevos puntos doctrinales, una nueva serie de problemas, y una nueva luz. Llevó a cabo un aggiornamento por el simple hecho de no buscar la novedad, sino sólo la verdad. Creía en la verdad, y defendía a toda costa las verdades sacadas de la experiencia, para convertirlas en sus principios inmutables. Las jerarquizaba y luego las unía en una síntesis fecunda y fácil de leer. No cabe duda de que estaba perfectamente provisto de las armas necesarias para realizar la labor que le incumbía a la escolástica de su tiempo: articular la verdad natural y la verdad sobrenatural en una síntesis armoniosa. 

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