CIEN AÑOS DE MODERNISMO (8)

San Agustín y la Revelación del Hijo de Dios

Aristóteles, usando el sentido común y la lógica, fue el primero en elucidar las bases definitivas de la razón humana. Las cosas existen y la inteligencia puede desde luego conocerlas. Cualquiera que niegue las verdades del sentido común se expone a vivir como una planta, incapaz de hacer o decir nada. Si las consecuencias son desastrosas en el ámbito natural, ¿qué ocurrirá cuando se trate del conocimiento de Dios? El que niega estas evidencias, ¿podrá aceptar alguna vez la verdad absoluta de la Revelación divina? Para admitir que Dios dice la verdad, es preciso demostrar antes por medio de la razón que Dios existe. Para ello, también es menester que el hombre sea capaz de reconocer con certeza el hecho de la Revelación. Es necesario saber, con absoluta certeza, que Dios se ha manifestado a través de señales milagrosas, y eso supone conocer la naturaleza y sus leyes. Es preciso luego que Dios pueda comunicarnos, a través de un lenguaje humano, las verdades sobre su naturaleza misteriosa. Más radicalmente aún, hace falta por lo menos creer en la verdad. Es evidente, por lo tanto, que sólo los principios de la filosofía realista pueden servir de base a la Revelación divina. Y para que la Revelación pueda manifestarse efectivamente, la divina Providencia ha tenido que ofrecer todas las pruebas necesarias para provocar el asentimiento de cualquier hombre razonable. En tal caso, un realista no tendrá ninguna dificultad en ver que debe creer. En cambio, cuando un incrédulo se niega a creer, no lo hace porque dude de la Revelación en sí misma, sino por un prejuicio filosófico, que en este caso es un prejuicio escéptico. El nombre de Agustín acude naturalmente a la mente cuando se habla del escéptico inquieto que busca la sabiduría verdadera y es ganado poco a poco para la fe católica. Su evolución permite reconstituir el itinerario típico del escéptico moderno que pasa por las fases de tanteo, de rechazo y, por último, de sumisión al Dios encarnado. En la medida en que nuestra elección de la fe es fruto de un acto de la razón, su historia es de hecho nuestra propia historia. San Agustín se convierte cuando comprende que la Revelación es necesaria para el género humano. Y a lo largo de su vida explicará las Sagradas Escrituras, en particular el Evangelio, como un hecho y una historia vivida, y no como un mito. Recordar las fases de su conversión equivale a descubrir lo bien fundado de ese hecho único, pasmoso pero real, del que emanó toda la cultura cristiana. 

1. Necesidad de la Revelación y de la Iglesia 

San Agustín (354-430), después de varios años de estudio y de enseñanza en África del Norte, se siente atormentado por una enorme sed de conocer la verdad. La gracia lo persigue tanto como las lágrimas de su santa madre, Mónica. En el año 383, huyendo de su madre y de la gracia de Dios, se embarca con destino a Italia y consigue una cátedra de retórica en Milán. Allí lo esperaba la conversión. Agustín, adepto de la herejía maniquea, nunca perdió el deseo de la verdad. Rechaza finalmente la herejía cuando el obispo herético Fausto, hostigado por sus preguntas, le confiesa su ignorancia. Entonces regresa a la fe de su infancia y ese mismo año empieza a oír a san Ambrosio, aunque sin estar seguro aún de que exista un camino para alcanzar la sabiduría. Su conversión intelectual, que tiene lugar en el año 385, se funda en una doble necesidad. Comprende que, además de la razón, hace falta una autoridad para poseer la verdad con certeza. Esta necesidad la fundamenta en la divina Providencia, que no puede negar al hombre la capacidad de conocer la verdad necesaria para su salvación. Ahora bien, los hombres, por su sola razón, son impotentes para conocerla, como su propia experiencia se lo ha demostrado. Pero ¿por qué la autoridad de la Iglesia católica? Por la misma razón: iría contra Dios y contra su Providencia afirmar que una sociedad religiosa haya logrado conquistar el mundo entero proclamándose falsamente como la detentadora de la Revelación divina. 
Así, pues, el orgulloso retórico se somete finalmente a la Revelación sólo por intermedio de la Iglesia. Ella es el vocero de Dios. Ella es la Madre y la Maestra de la verdad. Ella establece el puente entre el presente y la Revelación de Jesucristo, ya cuatro veces centenaria. Ella nos permite remontar del efecto a la causa, del río a la fuente. Si la Iglesia existe, es porque su Fundador existió realmente. Si la Iglesia es una sociedad milagrosa, es porque su fundación fue milagrosa y divina. Ahora bien, la Iglesia es una institución visible y viva, difundida milagrosamente por el mundo, al que ha conquistado a pesar de las más violentas persecuciones. El catecúmeno de Milán es sensible a ello: 

«Aún no vemos a Cristo, pero vemos a la Iglesia: creamos, pues, en Cristo. Los Apóstoles, al revés de nosotros, aunque veían a Cristo, no veían a la Iglesia sino a través de la fe. Vieron una cosa y creyeron en otra: hagamos nosotros lo mismo. Creamos en Cristo, a quien no vemos aún, y, manteniéndonos unidos a la Iglesia a la que vemos, llegaremos, finalmente, a ver a Aquel a quien aún no podemos ver» (1)

En la vida de la Iglesia, lo que más llama la atención de los espectadores del mundo pagano, y de Agustín el primero, es su santidad, ese sello de Dios que la Iglesia lleva en la frente y difunde a su alrededor. Sus principios morales son puros y santificantes, y así son la causa de la santidad de sus miembros, y la causa de la extraordinaria revolución moral que purificó y elevó el medio tan corrupto de la cuenca del Mediterráneo durante el período de decadencia imperial. «Ved cómo se aman», decían admirados los judíos ante la caridad cristiana. Donde reina la verdad sobrenatural florece la santidad, el heroísmo del martirio y, en particular, la virginidad consagrada; y eso en las épocas y lugares en que menos podría uno esperarlo. De manera que san Agustín podía replicar a sus adversarios que si Platón y Sócrates hubiesen visto lo mismo que veían ellos, también habrían creído. Más adelante el Magisterio repetirá casi punto por punto lo dicho por san Agustín. El concilio Vaticano I, entre otros, afirma que 

«la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y de testimonio irrefragable de su divina legación» (2)

En resumen, la Iglesia católica está provista de todas las pruebas necesarias para que todo hombre de buena fe se adhiera a ella como a la Iglesia verdadera. 

1 Sermón 238. 
2 Vaticano I, constitución Dei Filius, DzB 1794.

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