CIEN AÑOS DE MODERNISMO (36)

El modernismo «católico»

En la sección precedente fue fácil ver en qué medida la teología del sentimiento de Schleiermacher y la crítica bíblica de Strauss dependían de los principios filosóficos de Kant y de Hegel. El conjunto constituye, en efecto, un todo de notable coherencia. El vínculo lógico entre la filosofía moderna y sus aplicaciones religiosas es perfecto. El fundamento común reside en el conocimiento limitado del yo, porque no podemos conocer los hechos desnudos. El sistema del protestantismo liberal, al que sería mejor llamar modernista, es la imagen del gigante de bronce con pies de barro de la visión del profeta Daniel. Toda esta seudociencia se funda en el yo inmanente, es decir, en la fantasía y la ficción. Con una base tan endeble, el poderoso gigante de bronce tenía que desmoronarse por su propio peso. 
Los estudios científicos, aniquilados por las revoluciones de fines del siglo XVIII, habían sido proseguidos en los países católicos, particularmente en Francia e Italia, conducidos por sabios en todos los campos: De Rossi para la historia arqueológica romana, dom Guéranger para la renovación litúrgica, Rohrbacher para la historia de la Iglesia, y Lacordaire, restaurador de la orden dominica en Francia, brillante apologista a pesar de sus inclinaciones liberales. Al mismo tiempo, se llevaba a cabo una renovación de las estructuras por medio de la fundación de las Facultades católicas a partir de 1875, que debían convertirse en viveros de la elite intelectual de Francia. Es cierto que Roma había exigido esa reforma intelectual. No es menos cierto que los franceses, lejos de imitar el ejemplo de las facultades romanas que ponían de relieve la teología, el derecho canónico y la filosofía, se entusiasmaron por las disciplinas positivas de moda. Roma temía que la doctrina no se viera perjudicada por esa supremacía que se daba en Francia a la historia y a la crítica escrituraria. Los hechos le dieron la razón, pues el modernismo se constituyó gracias a los sabios eclesiásticos formados en los nuevos centros intelectuales. Eran sabios, desde luego, pero desprovistos de una sana filosofía y de una sólida teología, sin las cuales la crítica histórica y bíblica quedaba a merced de las desviaciones protestantes tan de moda al otro lado del Rin. A modo de ejemplo, el padre Lagrange, fundador de la Escuela de Jerusalén, adoptó en el mundo católico el método histórico-crítico. Y a pesar de que se distanció muy pronto del modernista Loisy, al que había acogido en un comienzo, el ilustre exegeta quedó bastante influenciado por la crítica racionalista. 
Aun así, esos estudios más positivos obedecían a un motivo loable. Ese clero francés sintió el deber de recuperar el largo retraso de la ciencia eclesiástica ante el desafío de la crítica protestante, cuyo avance y éxito era diez veces mayor que el prestigio de los eruditos. El hecho de que la necesidad de un trabajo de crítica bíblica se dejara sentir más en Francia que en ningún otro lado, unido a esa necesidad de lógica y de franqueza, a esa generosidad confiada y audaz hasta la imprudencia, que son los rasgos del pueblo francés, explica por qué el modernismo, siempre y cuando contara con guías (y éstos no le faltaban) había de encontrar en Francia su principal campo de acción (1). El primer aspecto del modernismo protestante, el ignorantismo crítico, sigue estando omnipresente. Se disocia a la religión de Dios del mismo modo que se separa a la razón de la realidad. Se llega a la negación de las  cosas, del hecho revelado y de Dios, para aceptar sólo lo que sale del hombre. El protestantismo «liberal» era la simple negación de la fe ortodoxa, sin término medio posible. La novedad del modernismo «católico» es el énfasis que se pone en la evolución y la vida, a las que se desarrolla en sucesivas doctrinas y que permiten superar la contradicción entre el catolicismo del pasado y el del futuro. Aunque sea sobre todo bíblico, el modernismo francés tiene bases filosóficas y consecuencias teológicas serias. Los filósofos Bergson y Blondel son los primeros cronológicamente, antes que los trabajos escriturarios de Loisy y la síntesis teológica de Tyrrell. Concluiremos el presente estudio con la reacción romana, la condenación del modernismo por san Pío X, antes de hacer el balance de la crisis modernista propiamente dicha.
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1 Rivière, Le modernisme dans l’Église, p. 89.

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