CIEN AÑOS DE MODERNISMO (38)

2. La evolución creadora 

En el libro que lo consagró a la fama, La evolución creadora, Bergson recupera el viejo sofisma griego: el ser no es, todo es puro cambio. La realidad transcurre sin que podamos saber si lo hace en una dirección única, ni siquiera si es siempre el mismo río el que corre. La verdad es que cambiamos continuamente y que el estado en sí mismo ya es un cambio. No hay cosas, sólo hay acciones. La realidad es fluida, una creación que continúa sin cesar. Es movimiento (1). Le Roy no hace más que repetir a su maestro cuando describe, con la magia embriagadora de su estilo, los frutos de la intuición del yo profundo: «Se oye manar misteriosamente las fuentes de la conciencia, como un invisible estremecimiento de agua viva a través de la sombra musgosa de las grutas. ¡Me disuelvo en el júbilo del cambio! Me abandono a la delicia de ser una realidad que fluye. ¿Amo? ¿Pienso? Para mí, estas preguntas ya no significan nada» (2). El ser no es, todo cambia; eso es lo que los bergsonianos llaman duración pura. De este principio del movimiento absoluto se derivan, en perfecta lógica, consecuencias fatales. Primero, la negación de los conceptos más elementales, como la sustancia y la causalidad. El universo es esencialmente movimiento y vida, es decir, continuidad y simplicidad en una fluidez ininterrumpida. En ese universo no hay lugar para sustancias momificadas, o para cosas y especies distintas y divididas. Es el mundo del cambio sin nada que cambie. Es el universo del vuelo de pájaro en que el pájaro, literalmente, se ha volatilizado. Es el paso del frío al calor en que el agua se ha esfumado en vapor. El cambio no necesita ningún soporte; el movimiento no implica un móvil. 

«La verdad es que, si el lenguaje se amoldara a la realidad, no diríamos que el niño se hace hombre, sino que hay un cambio de niño a hombre… El cambio es un sujeto. Pasa al primer plano. Es la realidad misma» (3).

Ya no es don Pedro el que de niño llega a ser hombre, sino don Cambio, pues éste es el sujeto y la única realidad. De hecho, nadie ha pasado de la infancia a la edad madura. Así, cambiar es un verbo impersonal sin sujeto: se dice que cambia, como se dice que llueve o nieva. 
El principio del movimiento absoluto concluye en la posibilidad de la pura contradicción. Bergson renuncia a la lógica de las cosas, aun cuando percibe una catástrofe interior, una torsión contranatural y dolorosa del espíritu. Le Roy y los modernistas encarecen lo mismo: el principio de no contradicción no es universal ni necesario; es la ley suprema del discurso, pero no del pensamiento en general. Lejos de ser un signo de error, el absurdo es el fondo mismo de toda realidad en la naturaleza.

«¿Qué es el cambio sino una sucesión perpetua de cosas contradictorias que se funden… en las profundidades supralógicas?» (4). 

Con semejantes afirmaciones, ¿comprende Le Roy que está socavando la base de todas las ciencias experimentales que tanto nos enorgullecen hoy en día? Ese desprecio por las leyes del pensamiento lo repetirá De Lubac con su concepto de Tradición viva, según el cual la fe de hoy no tiene que seguir lógicamente a la de ayer (5). 
La consecuencia más grave, el gran desacuerdo entre escolásticos y modernistas, como muy bien lo resalta Le Roy, se refiere a la noción misma de verdad. Y esto por dos razones muy sencillas. Primero, porque los modernistas reducen el saber a la voluntad y el conocer al deseo, por muy versátil y ciego que sea. Luego, porque no puede haber un verdadero conocimiento de las cosas si ya no hay cosas. Así lo explican los modernistas: 

«¿Hay verdades eternas y necesarias? Es dudoso. Axiomas y categorías, formas del entendimiento o de la sensibilidad: todo eso cambia y evoluciona; el espíritu humano es plástico y puede cambiar sus deseos más íntimos» (6). «Creemos que la verdad es vida y, por lo tanto, movimiento y crecimiento antes que término. Todo sistema, desde que lo cerramos y lo erigimos así en absoluto, se convierte en error. La verdad, en cuanto bien del hombre, no es más inmutable que el hombre mismo. Evoluciona con él, en él y por él; y eso no impide que sea la verdad para él; es más, sólo lo es con esta condición» (7). «Parecéis creer que, en el orden religioso y moral, lo verdadero y lo falso son categorías absolutas y bien delimitadas. No es exactamente así» (8). 

La verdad no depende de la realidad: algo puede ser verdadero sin ser real. Esto conduce a la definición blondeliana de la verdad, clásica entre los modernistas: la conformidad de la inteligencia con la vida (8). Error supremo, puesto que un error en la noción primera de la verdad provoca un error en todo lo demás.
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1 Bergson, Préface à la philosophie de l’experience de W. James; L’Évolution créatrice, pp. 12, 139, 203, 251, 260, etc. En ese capítulo todas las citas de Bergson, Le Roy y Loisy han sido sacadas de DAFC, «Modernisme», col. 641-665. 
2 Une philosophie nouvelle, p. 68, en DAFC, «Modernisme», col. 654.
3 L’Évolution créatrice, p. 338, en DAFC, «Modernisme», col. 658. 
4 Revue de Métaphysique et de Morale, 1901, p. 411; 1905, p. 200, en DAFC, «Modernisme», col. 644. 
5 Véase el capítulo 17. 4 Le Roy, Revue de Métaphysique et de Morale, 1901, p. 305; Dogme et Critique, p. 355, en DAFC, «Modernisme», col. 645. 
6 Loisy, Autour d’un petit livre, p. 192, en DAFC, «Modernisme», col. 636. 
7 Loisy, Quelques lettres, p. 89, en DAFC, «Modernisme», col. 659. 
8 Blondel, Annales de philosophie chrétienne, 15 de junio de 1906, p. 235, en Courrier II, p. 46.


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