CIEN AÑOS DE MODERNISMO (39)

3. El ignorantismo bergsoniano 
Bergson declara la Crítica de la razón pura de Kant como definitiva en lo que niega, a saber, la capacidad del espíritu de captar la realidad. Le Roy expresó lo mismo en una fórmula lapidaria que se ha hecho clásica: Es impensable un más allá del pensamiento. Y se explaya. Hay una objeción de la que nunca nos libraremos. El pensamiento, al buscarse un objeto absoluto, sólo se encuentra a sí mismo. Pero como un cierto realismo se impone, ese mismo pensamiento se convierte en el ser mismo, en la trama de toda realidad. Ahora bien, aceptar de entrada esta derrota del pensamiento, es lo mismo que seguir el camino trazado por la filosofía ignorantista de Kant; y eso es lo que hacen los bergsonianos. Pero ¿no tenía Bergson la intención de redescubrir la vía hacia el absoluto del universo? Sí, pero ese absoluto metafísico bergsoniano es la realidad expurgada del ser con su naturaleza y sus causas, o sea, la nada. El filósofo niega el ser en provecho de la duración pura, pues para él la contradicción y el cambio constituyen la matriz de la realidad. El sistema bergsoniano es profundamente ignorantista porque destruye el objeto inteligible. 
Lo es incluso porque dice que el absoluto real no es conocido por la facultad de la inteligencia, sino por una facultad original, la intuición. Pero esa facultad resulta ser antiintelectual y está lejos de ser universal. A esa intuición hipnotizadora la llama Bergson el ronroneo continuo y el zumbido ininterrumpido de la vida profunda. Le Roy es más gráfico: 

«Adentrémonos un poco más en los repliegues recónditos de las almas. Nos encontramos en esas regiones de crepúsculo y de sueño donde se elabora nuestro yo, de donde brota la marea que se encuentra en nuestro interior, en la intimidad tibia y secreta de las tinieblas fecundas donde se estremece nuestra vida naciente. Las distinciones han desaparecido. La palabra ya no vale. Se oyen brotar misteriosamente las fuentes de la conciencia» (1).

Lo más inquietante de esa intuición quimérica son los resultados extraños y contradictorios que produce según los autores. Si Bergson pretende captar la esencia de la vida exactamente del mismo modo que la materia, Blondel, por su lado, percibe una manifestación concreta y progresiva del Infinito. Le Roy entrevé la presencia de Dios. Antes que ellos, Schelling ya había descubierto en esta intuición la estabilidad de la vida eterna, contrariamente a todos los discípulos de Heráclito, que sólo encontraban en ella el puro cambio. ¿Qué descubrimientos futuros reserva esa simpatía adivinadora a los adeptos del intuicionismo y del misticismo? Todo es previsible y todo es creíble cuando ya no nos fiamos más que del sentimiento y del buen olfato del instinto individual. Bien dijo san Pío X que la intuición es la madre de la herejía: 

«En realidad, ¿no es una locura… fiarse, sin el menor control, de experiencias como las que preconizan los modernistas?» (2).

De esas tesis ignorantistas, que niegan que la inteligencia pueda conocer la naturaleza de las cosas, que destruyen el conocimiento de la realidad y de los primeros principios, surgirán consecuencias desastrosas en apologética. 
Se niega la inmortalidad del alma humana. En la filosofía bergsoniana, materia y espíritu no son más que direcciones divergentes de una misma acción, y lo físico es tan sólo lo psíquico invertido. De hecho, ¿cómo probar la inmortalidad del alma cuando la distinción entre tú y yo no es más que una ilusión? 
Se niega la realidad del milagro, entendido como derogación de las leyes naturales. Para Bergson, las leyes uniformes que permiten explicar la naturaleza sólo existen en nuestra inteligencia, que recorta y deforma la realidad. Puesto que nada es uniforme, ya no hay lugar ni para las leyes ni para sus excepciones. El milagro ha pasado de moda y se convierte en una simple acción natural, aunque sorprendente, sin ninguna intervención de Dios (3). Esta acomodación satisface plenamente a Loisy, pues al mismo tiempo que elimina el milagro, da la impresión de conservarlo. Para él, por otra parte, el milagro y la profecía son antiguas formas del pensamiento religioso destinadas a desaparecer (4). 
La existencia de Dios queda arrinconada. Un Dios, ser supremo, infinito, sustancialmente distinto del mundo que ha creado, ya no es posible siquiera en la visión modernista que desprecia las sustancias y las causas. Es repetir a Hegel, para quien Dios está realizándose; es imitar a Renan, que responde al que le pregunta si Dios existe: «¡Todavía no!». Los bergsonianos afirman que Dios es la emoción creadora, el amor activo, la vida en perpetuo cambio y la concentración de la duración. 

«Dios es vida incesante, acción, libertad. La creación, así concebida, ya no es un misterio, la experimentamos en nosotros mismos desde que actuamos libremente… Ya no hay que hacer intervenir a una fuerza misteriosa. Hay que desarraigar el prejuicio de que el acto creador se da en bloque en la esencia divina. Un Dios así definido no ha hecho absolutamente nada» 3. «Para nosotros, Dios no es, sino que se hace. Su cambio es nuestro propio progreso» (5).

Bergson tiene la audacia de llamar a eso «panteísmo ortodoxo».

¿Se trata aquí tan sólo del pensamiento de un filósofo aislado, o es un pensamiento compartido por los eclesiásticos modernistas? La duda ya no nos es posible cuando leemos en la pluma de su cabecilla, Loisy: 

«Si el problema cristológico se plantea de nuevo, se debe a la renovación integral que se produjo y sigue produciéndose en el seno de la filosofía moderna. La cuestión que hay en el fondo del problema religioso actualmente no es saber si el Papa es infalible o si hay errores en la Biblia, ni siquiera si Cristo es Dios o si hay una Revelación —que son otros tantos problemas secundarios o que han cambiado de sentido, y que dependen del gran y único problema—; más bien, se trata de saber si el universo es inerte, vacío, sordo, sin alma y sin entrañas, y si la conciencia del hombre no encuentra un eco más real y verdadero que en sí misma. Para decidirse por el sí o por el no, no hay prueba que podamos llamar perentoria» (6).

Para hablar claramente, todo el problema estriba en la cuestión filosófica de un Dios personal distinto del hombre, del que el cabecilla de los modernistas, siguiendo a Hegel y a Bergson, no está muy seguro. 
A pesar de esos fundamentos, Bergson sostiene la superioridad de la religión cristiana, ilustrada por su universalidad. Pero, según él, la religión sólo tiene valor por su emoción creadora inicial, independientemente de todo fundamento racional. Para él, todos los dogmas revelados, la Santísima Trinidad, la encarnación, y toda la organización de la jerarquía y de los sacramentos de la Iglesia, son fabulaciones salidas de las religiones primitivas o de la emoción de la caridad inicial. Recupera prácticamente el fundamento religioso de Schleiermacher, el conocimiento sentimental de Dios. En ambos casos nos quedamos en el campo de la conciencia pura, fuente de las emociones. En esa misma conciencia, aislada del exterior, Blondel pretenderá encontrar la necesidad de lo sobrenatural y de la religión revelada. 
________________
1 Une philosophie nouvelle, p. 68, en DAFC, «Modernisme», col. 654. 
2 Pascendi, p. 63.
3 El catecismo Pierres vivantes, de la Conferencia episcopal francesa, da la misma definición modernista del milagro. 
4 Loisy, Quelques lettres, pp. 59, 61, en DAFC, «Modernisme», col. 661. 
5 Bergson, op. cit., pp. 270, 123, 264, 262, en DAFC, «Modernisme», col. 656. 
6 Le Roy, Revue de Metáphysique et de Morale, 1907, p. 509, ibíd. 
7 Loisy, Autour d’un petit livre, pp. 129, 202, en ICP, ver p. 23 y ss.

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