CIEN AÑOS DE MODERNISMO (48)

2. El decreto Lamentabili 

A causa de su gravedad, los manifiestos de Loisy habían sugerido la idea de un documento pontificio que señalara nominalmente los errores. De esta forma, por analogía con el acta de Pío IX, se hablaba comúnmente de un nuevo Syllabus en perspectiva. Como el epicentro del cataclismo estaba en Francia, de allí surgió la iniciativa. En octubre de 1903 los teólogos Letourneau y Pouvier presentaban al cardenal Richard, de París, un informe que contenía treinta y tres proposiciones extraídas de dos escritos de Loisy, para que lo sometiera al Santo Oficio. Ese mismo año Roma ponía la mayoría de sus obras en el Índice. En la nota adjunta a la inclusión en el Índice, el cardenal Merry del Val daba exactamente la orden que iba a seguir Lamentabili cuatro años después, lo que da a entender que ya existía entonces un primer esbozo en el Vaticano, aunque la fuente principal siguiese siendo el informe de París, pues el decreto debía reproducir, palabra por palabra, veinte de sus sesenta y cinco proposiciones. Cincuenta de ellas están sacadas de las obras de Loisy, mientras que las demás proceden de Tyrrell y de Le Roy. 
La finalidad del decreto está señalada en el preámbulo: se trata de proteger a los católicos de los graves errores que se propagan entre los que, en nombre de la Historia, se esfuerzan por preparar el progreso del dogma. Lamentabili aparece, pues, como una lista de proposiciones condenadas. La última precisa el espíritu del conjunto: 

«El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal» (1).

El decreto, en buena lógica, condena los errores sobre la doctrina católica y el Magisterio de la Iglesia en general, antes de tratar los puntos particulares. A continuación habla de las Sagradas Escrituras y de la persona de Jesucristo, de los orígenes y de la misma naturaleza de nuestros dogmas fundamentales. Esos errores tienen raíces comunes, como son la independencia de la crítica bíblica, la Revelación puramente natural y subjetiva, y el dogma evolutivo e individual. Las condenaciones más notables, por no tener precedente en el Magisterio romano, son las que se refieren a la historicidad de los Evangelios, en particular el de san Juan. Lamentabili tiende a proteger los tres pilares en que se funda toda la Sagrada Escritura: su inspiración divina, junto con su inerrancia universal y su historicidad. No era fácil, en estas materias tan complejas, encontrar la palabra exacta que diese de lleno en el error sin afectar a las opiniones permitidas. La dificultad fue superada con rara habilidad, pues el decreto dice lo que se debía decir, y nada más que lo que se debía decir. Por su claridad y circunspección ofrece al exegeta católico una dirección luminosa y un estímulo al mismo tiempo. Roma no condena la exégesis histórica sin ninguna distinción. Lo que reprueba es una exégesis independiente, que no tiene en cuenta lo sobrenatural, el Magisterio eclesiástico o el dogma. La Iglesia no admite que, en nombre de la ciencia, se intente sustraerle la Biblia, esa parte de la Revelación de la que Dios la ha hecho guardiana. 

3. La encíclica Pascendi 

Puesto que el decreto Lamentabili del Santo Oficio recibía el nombre de Syllabus, ¿no era de esperarse, por simetría, un equivalente de la encíclica Quanta cura? En esa época, Roma se daba cuenta de que debía lanzar un ataque en profundidad para contrarrestar un movimiento de magnitud internacional que aumentaba a ojos vistas. A partir de abril de 1907 se empezó a preparar un proyecto, pues el Papa habló de ese ataque que constituía el compendio y el jugo venenoso de todas las herejías, utilizando uno de los giros más característicos de la futura encíclica, que apareció en septiembre (2). Uno de los rasgos distintivos de esa carta pontificia es exponer con detenimiento el error que pretende proscribir y dar una presentación del mismo que es una verdadera obra maestra de composición. Pone en evidencia que el modernismo es un sistema metódico fundado sobre principios precisos, y no un magma informe de teorías confusas, como insinuaban los heresiarcas. 
Bajo la apariencia de la crítica, del progreso científico y de la civilización, los modernistas apuntan a demoler la razón y la religión. Preconizan la total destrucción de toda verdad con el pretexto de que la verdad evoluciona con el hombre, por él y en él. El hombre hace la verdad. Es el viejo error de los sofistas, disfrazado de progreso para las necesidades de una causa perdida de todos modos. Así, al negar para siempre la verdad y la realidad de las cosas, se niega también la Revelación de Jesucristo, la realidad de Dios y la autoridad de la Iglesia, su portavoz. Con razón se la puede llamar apostasía radical o, como dijo el Papa, la síntesis de todas las herejías. Contra ese ataque, y armado con la palabra divina, san Pío X responde que sólo la verdad puede liberar, y que es necesario restaurarlo todo en Cristo (3). Su primer deber es desenmascarar a este enemigo oculto. Y como cada modernista junta y mezcla en sí mismo, por así decir, a varios personajes, a saber, el filósofo, el creyente, el teólogo, el historiador, el crítico, el apologista y el reformador, el santo Papa saca a plena luz a ese monstruo apocalíptico de siete cabezas: 

— El filósofo modernista es ignorantista (las cosas son incognoscibles) y egologista (toda verdad procede de lo más recóndito de nosotros mismos). La verdad es revolucionista, porque evoluciona de la misma manera que el sujeto del que brota.

— El creyente, al revés del filósofo, tiene la certeza de que Dios existe en sí mismo, independientemente del hombre. Esa certeza se apoya en cierta realidad del corazón, gracias a la cual el hombre capta la realidad misma de Dios. Se trata aquí de una verdadera experiencia, superior a todas las experiencias racionales.

— La teología modernista es lógica con sus principios: la fe y el dogma, el cuerpo de la religión y los sacramentos, son el fruto de una percepción de Dios presente en el hombre, que debe pensar su fe. Las Sagradas Escrituras son un álbum de experiencias vividas por los primeros judíos y por los primeros apóstoles del cristianismo. La Iglesia es el fruto de la conciencia colectiva. 

— El historiador modernista hace pura obra de filósofo —agnóstico, se entiende—, lo que lo obliga a descartar todo lo sobrenatural para recuperar el «Evangelio puro». El elemento humano original ha sido sometido a la doble ley de transfiguración y deformación por la comunidad primitiva, que adornó la historia al escribir los cuatro Evangelios míticos. 

— La crítica amolda a esa concepción mítica los documentos escriturarios, clasificados conforme a las necesidades de que proceden y según las leyes de la inmanencia y de la evolución vital. 

— El apologista modernista se resiente de la doctrina inmanentista. Aspira a conducir al no creyente a que haga la experiencia de la religión católica, experiencia que es el único fundamento verdadero de la fe. Invita a entrar en esa Iglesia-reino de Dios, luego de haber asimilado, entre las formas dogmáticas y de culto, las que más le convienen. 

— El reformador pretende sacar el polvo de mil novecientos años de conformismo para recuperar la frescura de la Iglesia apostólica. Se propone reformar la enseñanza de los seminarios, purificar los catecismos y las devociones populares, adaptar el gobierno eclesiástico a la democracia moderna, suprimir el fausto eclesiástico y el celibato de los clérigos. 

Como no podían probar que el texto, al desmantelar el motor mismo de la infernal máquina modernista, no había apuntado bien, los modernistas insinuaron que no se refería a nadie, pues ningún modernista había enseñado esas opiniones en su conjunto. Como réplica a la encíclica circuló por Italia un venenoso panfleto anónimo, El programa de los modernistas, que mostraba que los herejes habían sentido el golpe. En definitiva, la única crítica que le podían hacer al Papa era simplemente que profesara la fe católica. Por su parte, si en su época Loisy acusaba de falsos a los teólogos del Papa, no tardaría luego en confesar que 

«la encíclica de Pío X fue impuesta por la circunstancias. El Pontífice dijo la verdad al declarar que no podía guardar silencio sin traicionar el depósito de la doctrina tradicional. Al punto al que han llegado las cosas, su silencio habría sido una enorme concesión, el reconocimiento implícito del principio fundamental del modernismo: la posibilidad, la necesidad y la legitimidad de una evolución en la manera de entender los dogmas eclesiásticos, incluidos los de la infalibilidad y autoridad pontificia, así como las condiciones de ejercicio de esa autoridad… La encíclica Pascendi no es más que la expresión total, inevitablemente lógica, de la enseñanza recibida en la Iglesia desde fines del siglo XIII» (4). 

Maravillosa lucidez, aunque lo esencial de la enseñanza de la Iglesia se remonta en realidad a sus orígenes, piense lo que piense el apóstata. Es interesante ver cómo Loisy da una lección de tradicionalismo a los Papas y a los obispos: «Depositum custodi» —guarda el depósito—. Ésa es, en efecto, la función esencial del Vicario de Cristo y de los obispos. Eso fue exactamente lo que hizo san Pío X al mostrar los límites que no se deben traspasar en materia de fe, y al desenmascarar la apostasía modernista. Esa encíclica, fechada el 8 de septiembre de 1907, era realmente la réplica perfecta de un cierto 9 de septiembre de 325, día en que el concilio de Nicea había dado un golpe mortal al arrianismo. 
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1 DzB 2065.
2 Su preparación fue confiada a un teólogo romano. Después de un infructuoso primer intento de los profesores de Friburgo para condensar el sistema modernista, el Vaticano puso el proyecto en manos del padre Joseph Lemius, OMI. A los cuatro días éste remitió su estudio al cardenal Merry del Val. Fue el que sirvió de base para Pascendi (cf. Chiron, Saint Pie X, réformateur de l’Église, p. 236). 
3 Ef 1: 10.
4 Loisy, Simples réflexions, p. 23 y p. 276, en Rivière, pp. 371-372.

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