CIEN AÑOS DE MODERNISMO (49)

4. El juramento antimodernista 

Si el modernismo no hubiera sido más que una herejía, aunque tan generalizada como el arrianismo, las condenaciones romanas no habrían ido más lejos. Los herejes obstinados se habrían separado de las filas de la Iglesia para fundar su propio movimiento, como siempre habían hecho. El modernismo, en cambio, convencido de que su postura está bien fundada, tiene la pretensión de reformar la Iglesia desde dentro. Los lobos, disfrazados con piel de cordero, se obstinan en quedarse en el aprisco para transformarlo furtivamente en lobería. El modernismo no es sólo una herejía o una apostasía, es una quinta columna. Pascendi habla de los seudónimos utilizados para engañar al lector desprevenido simulando una enorme cantidad de autores. El modernista, como nunca se repetirá bastante, es un apóstata al mismo tiempo que un traidor de hecho y de derecho. La traición y la duplicidad son partes integrantes de su mismo sistema. El modernista de buena cepa es el que puede afirmar su fe personal desde lo alto del púlpito y contradecirla inmediatamente después como sabio e historiador en sus escritos. 
Los cabecillas habían adoptado desde muy pronto una actitud inflexible de disimulación. Utilizando el viejo sofisma de que el fin justifica los medios, Tyrrell pensaba que una mentira puede ser a veces protectora de la verdad. Loisy no sentía mucho aprecio por su colega del otro lado del canal de la Mancha, que hablaba con un cinismo que indignaba incluso a sus amigos (1). Sin embargo, el mismo Loisy había vivido mucho tiempo en una situación ambigua con su propia conciencia, ya que habla del enorme equívoco que pesó sobre su situación personal el día en que creyó poder mantener su rango en la Iglesia sin admitir sus doctrinas (2). El caso más destacado en la materia fue el de Turmel, modelo de esta clase de gente, ya que produjo cerca de sesenta y cinco escritos bajo catorce seudónimos diferentes. Esto acabó dando mucho que hablar en los medios modernistas. Ese sacerdote erudito, que preparaba su Historia del dogma del papado, fue desenmascarado como el personaje que se ocultaba tras los seudónimos de «Dupin» y «Hertzog», los cuales, utilizando los mismos materiales, ya habían socavado el dogma de la Trinidad y la mariología. Ahí se ocultaba el tan conocido juego según el cual la fe puede decir que sí al mismo tiempo que la ciencia dice que no (3). Todo lo anterior pone una nota de moralidad muy peculiar sobre el movimiento modernista. ¿Cómo extrañarse de que Dios haya cegado a hombres que habían negado deliberadamente las evidencias meridianas, para pasar la vida entera bajo el signo de la impostura y del engaño? ¿Sería demasiado temerario aplicarles las palabras del salmista: «La iniquidad se ha engañado a sí misma»? (4). 
Los italianos no se quedaban atrás en esas piruetas del espíritu. Minocchi, al mismo tiempo que se valía de una prudencia consumada para no herir las susceptibilidades de los guardianes de la ortodoxia, sabía deslizar algunas observaciones destinadas a hacer reflexionar sobre la fragilidad de la antigua teología. Semeria elaboraba asimismo una síntesis elocuente de todas las ideas nuevas. Llevaba su expresión lo más lejos que podía sin rebasar el límite más allá del cual su congregación habría sufrido la ira de la Santa Sede, al mismo tiempo que confesaba en la intimidad que daba poca importancia a la corteza de los dogmas (5). Estos hombres permanecían dentro de la Iglesia porque no pretendían escandalizar al pueblo con apostasías inútiles: al contrario, debían elevarlo hacia su ideal religioso.
Esto es lo que explicaba san Pío X, tres años después de Pascendi, en su Motu proprio Sacrorum antistitum, del 1 de septiembre de 1910:

«En efecto, ellos [los modernistas] no han dejado de reclutar nuevos adeptos, de agruparlos en una liga clandestina y de inyectar junto con ellos en las venas de la sociedad cristiana el veneno de sus opiniones, publicando libros y diarios sin el nombre de los autores o con nombres falsos».

El Papa, después del Motu proprio, creaba un juramento especial contra el modernismo. La formula estaba redactada en términos tan precisos que no dejaban lugar a ninguna escapatoria. Cada uno de los errores fundamentales del modernismo debía ser formalmente reprobado, y todo eso debía firmarlo de su propio puño y letra todo clérigo con cura de almas. Esa profesión de fe reconocía, ante todo, que Dios puede ser conocido y por lo tanto demostrado por la luz natural de la razón, como la causa por sus efectos; que las pruebas externas de la Revelación, sobre todo los milagros y las profecías, son signos muy ciertos del origen divino de la religión cristiana y sobremanera adaptados a la inteligencia de todos los tiempos y de todos los hombres; que la Iglesia fue instituida de manera próxima y directa por el Cristo histórico durante su vida entre nosotros. El juramento reprobaba de forma absoluta la suposición herética de la evolución de los dogmas en el sentido modernista, y su noción de la Tradición. Profesaba que la fe es un verdadero asentimiento de la inteligencia a la verdad recibida por una enseñanza exterior al sujeto, asentimiento por el cual creemos ser verdadero, a causa de la autoridad de Dios cuya veracidad es absoluta, todo lo que ha dicho, atestiguado y revelado el Dios personal, nuestro Creador y Señor (6). 
Ese acto del santo Papa, evidentemente, fue mal recibido por el bando opuesto, que le echó la culpa de todo a los extravíos de ese párroco rural dotado de una mentalidad de gondolero veneciano y que, totalmente equivocado, guiaba la barca de Pedro con un bichero. Sin embargo, ese bichero se convertía en un sólido arpón. Los incorregibles sufrían la excomunión ipso facto, lo cual debía poner fin rápidamente a las artimañas encubiertas de los heresiarcas, al menos hasta que llegaran tiempos más felices para ellos. De este modo, los historiadores de la época afirmaban con un optimismo que, con el paso del tiempo, puede hacernos sonreír: ¿Es posible una nueva crisis modernista? Gracias a Dios, una crisis modernista generalizada, comparable a las de los años 1895-1910, nos parece muy poco probable (7). 
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1 Tyrrell’s letters, p. 60; Loisy, Quelques lettres, en Rivière, p. 221. 
2 Choses passées, p. 90, ibíd. 
3 Doctor Schrörs, profesor en Bonn, en Rivière, p. 499. 
4 Sal 26: 12. 
5 Houtin, p. 111, en Rivière, p. 275.
6 DzB 2145-2147. 
7 L. de Grandmaison, Études, 1923, en Rivière, p. 548. 

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