CIEN AÑOS DE MODERNISMO (50)

5. Los resultados positivos 

«Es necesario que haya herejías» (1), decía san Pablo en el primer siglo de nuestra era. ¿En qué sentido pueden ser necesarias las herejías, ese mal espantoso que mata la fe? ¿En qué sentido el error y las tinieblas pueden servir a la causa de la verdad y de la luz? En el sentido de que su oscuridad permite dar mayor relieve a la luz de la verdad. Gracias al choque de las herejías, el dogma católico y los esfuerzos teológicos hicieron progresos, siempre en el mismo sentido, afinando los conceptos y destacando expresamente lo que entonces sólo estaba contenido implícitamente. Esto es lo que hizo el modernismo. Permitió el progreso teológico y científico en materias tan conexas como la filosofía cristiana, la crítica bíblica y el desarrollo del dogma.
El primer debate que suscitó el modernismo fue la relación entre la filosofía y la fe de la Iglesia. La fe católica está sostenida por una filosofía. Los herejes lo saben mejor que nosotros, ya que dicen por boca de Bucer: «Tolle Thomam et dissipabo Ecclesiam» —quita a Tomás y destruiré la Iglesia—. La crisis modernista, sobre la base de los hechos, ha mostrado que ese monstruo de siete cabezas se desinfla como un globo cuando se perfora su envoltura filosófica. Eso significa que la Iglesia depende de una filosofía. Todo el problema consiste en saber en qué medida. Sería falso decir que el dogma y la fe son esencialmente dependientes de una filosofía en el sentido técnico, pues la fe es de un orden más elevado. No se le pide a un catecúmeno que obtenga un diploma en filosofía tomista, ni a un protestante kantiano que se convierta dos veces para tener la fe católica y tomista. Es cierto que la Iglesia utiliza nociones propiamente filosóficas en su dogma, como las de persona, sustancia, esencia, naturaleza, unidad y trinidad, pero no es necesario ser un experto para entender esos términos. En realidad, la Iglesia hace uso de términos filosóficos en su dogma porque también los volvemos a encontrar a nivel de la inteligencia humana. Lo único que le hace falta a la Iglesia es una filosofía que no sea contraria al sentido común, una filosofía que defienda la razón y la verdad contra la locura modernista, tan absurda como ignorantista. ¿Será la Iglesia demasiado exigente al reclamar a los filósofos que defiendan la razón y su objeto?
Ya hemos hablado del segundo debate que oponía a los sabios de la crítica «pura» a las decisiones pontificias como Providentissimus de León XIII, Lamentabili y Pascendi de san Pío X. En el estudio de la Revelación hay que distinguir el enfoque puramente apologético del enfoque posterior y teológico relativo al dato revelado (2). Es verdad que al principio se debe aplicar la crítica «pura» para establecer el hecho de la Revelación y de los milagros, la propagación y la conservación admirables de la Iglesia, en una palabra los preambula fidei —las pruebas del carácter razonable de la fe—. En efecto, sólo la Historia puede proporcionar los motivos externos de credibilidad. Pero para establecer el contenido y el sentido de la Revelación, así como la historia de los dogmas, el método puramente histórico, aunque sea un excelente método subsidiario, no puede prescindir de la teología. Los principios a los que obedece la crítica «pura» y la crítica católica son completamente diferentes. La muerte de Cristo en la cruz, por ejemplo, es un hecho de certeza ordinaria para los historiadores; mientras que para los católicos es de fe definida, es una verdad sobrenatural, revelada por Dios. La crítica «pura» no puede imponer el asentimiento de fe divina bajo pena de condenación eterna, como lo hace el Magisterio de la Iglesia.
Sin embargo, ¿no pregona la crítica «pura» a viva voz que ella es la única objetiva, la única libre de los prejuicios que ciegan a los sabios cristianos? En realidad, la verdad no es tan color de rosa. Para empezar, el fundamento de la crítica «pura» es la filosofía «pura», es decir la filosofía moderna, visceralmente escéptica, ignorantista y egologista, y podemos preguntarnos si la duda puede engendrar algo más que la duda. En cuanto a la crítica misma, se ve muy prisionera de prejuicios; porque, fingiendo ignorar que la Biblia tiene a Dios como autor principal, esta crítica, que podría parecer imparcial, se expone a no comprender nada o a falsificar el mensaje. Finalmente, los hechos prueban que la crítica emancipada nunca es neutra. Como siempre pasa en tales casos, el rechazo de la sumisión provoca una reacción: se considera sospechosa toda tesis tradicional, probable toda hipótesis aventurada, y se trata a los documentos más venerados del cristianismo con una desconfianza y un desprecio que no se usa con los textos profanos (3). Eso muestra en qué medida la crítica modernista, a pesar de todas sus pretensiones de objetividad científica, adopta el sesgo racionalista y trabaja sólo por presentar una Revelación hueca, privada de toda intervención divina histórica.
El último debate que provocó la crisis afecta al corazón de la teología: es el de la evolución, o mejor dicho, del desarrollo dogmático. El dogma no se presenta como una plastilina, variable según las costumbres y las épocas.

«La doctrina de fe que Dios ha revelado no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino que ha sido entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada» (4).

Sin conceder nada a un dogma modernista indefinidamente plástico, hay que notar, no obstante, que en el dogma caben modos de expresión muy diversos, calcados sobre el lenguaje humano. Primero, los hechos dogmáticos expresan las cosas que vieron los Apóstoles, como la muerte y la resurrección de Cristo, la maternidad divina de María. Luego, las afirmaciones más generales utilizan imágenes humanas bajo las cuales se oculta el mensaje dogmático, fácilmente comprendido por todos; es el caso, por ejemplo, del versículo del credo, «Está sentado a la diestra del Padre», que evoca naturalmente el poder judicial de Cristo. Por último, ciertos dogmas emplean nociones filosóficas universales, como las de persona, sustancia, naturaleza, transubstanciación, consubstancialidad, las dos voluntades de Cristo, la unidad de la inteligencia divina y de las operaciones de Dios ad extra, etc. Cuando las definiciones, bajo el sello infalible del Espíritu Santo, utilizan esas categorías universales del ser, se ha llegado al fondo de las expresiones posibles del misterio divino en función del ser y de los recursos de la inteligencia humana. La formulación dogmática es perfecta y ya no admite ningún perfeccionamiento ulterior; esas definiciones son irreformables tanto en el fondo como en la forma.
Queda una cuestión por elucidar. ¿Cómo se puede conciliar el hecho de que el dogma sea esencialmente un depósito revelado inmutable, y que al mismo tiempo haya aumentado con el correr de los siglos? ¿Habría contradicción entre esas dos cualidades, la inmutabilidad y el desarrollo del dogma? Por supuesto que no, y en ese punto tampoco nos dejamos deslizar hacia la herejía modernista del dogma simbólico y variable hasta el infinito. Por tratarse de un depósito revelado, inmutable porque Dios es inmutable, sólo puede haber un desarrollo homogéneo, de manera que la Iglesia nunca ha dado una definición de un dogma de la que luego haya tenido que retractarse. Pero precisamente porque el dogma es un depósito revelado a los hombres, seres limitados e imperfectos, ellos pueden descubrir con el correr del tiempo y hacer explícitas las riquezas de ese tesoro. Así lo explica san Vicente de Lérins en su célebre obra:

«Crezca, pues, mucho e intensamente [la verdad dogmática]… pero solamente en su mismo género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia —eodem sensu eademque sententia—» (5).

Esta homogeneidad e inmutabilidad esencial del dogma es uno de los rasgos de la veracidad del Magisterio eclesiástico, como egregiamente lo atestigua Bossuet:

«Dios ha querido que la verdad llegase a nosotros de transmisor en transmisor y de mano en mano, sin que nunca se percibiese innovación alguna. En esto se reconoce lo que se ha creído siempre, y por consiguiente lo que siempre deberá creerse. Y es, por así decirlo, en ese siempre donde aparece la fuerza de la verdad y de la promesa, y se pierde totalmente cuando hallamos que se interrumpe en un solo lugar» (6). 

¿Qué verdades, en el depósito de la Revelación, son susceptibles de desarrollo? Distingamos las verdades que pertenecen más de cerca al edificio de la fe, de las que le están más alejadas. Las primeras, por ser inmediatamente necesarias para la salvación, siempre debieron ser propuestas explícitamente por el Magisterio desde el comienzo. Son, por ejemplo, los misterios de la Trinidad, de la encarnación y de la redención, la vida futura y las sanciones divinas. Su único desarrollo posible a lo largo de los siglos es la precisión de la formulación. En cambio, las verdades implícitas, conexas de forma menos directa a los misterios de la salvación, pueden ser creídas simplemente en general, y luego ser explicitadas. Así, la creencia en el poder de enseñanza de la Iglesia incluye la fe en la infalibilidad del Papa, y la creencia en la santidad de María engloba la creencia en la Inmaculada Concepción (7). 
En resumen, estas diferentes precisiones teológicas dan toda la luz necesaria sobre el progreso del dogma, fundado en el conocimiento progresivo del hombre, al mismo tiempo que en la propia estabilidad del dogma, fundada en la del mismo Dios. Debemos agradecer a la Providencia por haber permitido la crisis modernista, pues fue la ocasión de clarificar el pensamiento de la Iglesia sobre estos temas fundamentales.

*    * 

La crisis modernista fue beneficiosa en muchos aspectos. Quizás el fruto más hermoso de la crisis haya sido ver a un gran Papa en acción. Fiel a su divisa de restaurarlo todo en Cristo (8), san Pío X supo aplicar una mano de hierro con guante de seda para arrancar y plantar, para separar el buen grano de la cizaña, en el campo de la Iglesia y de la ciencia sagrada. El Papa señaló con el dedo el remedio que debía aplicarse contra el monstruo de siete cuernos que lanzaba su Non serviam contra la razón y la religión. Ese Papa, para salvarlas a ambas, ordenó el estudio de la filosofía de santo Tomás en los seminarios y universidades, que habían sido los invernaderos de las infiltraciones modernistas. También puso los límites que las ciencias cristianas históricas no podían rebasar, y para lograrlo volvió a establecer los estudios bíblicos con un centro en Roma. San Pío X mostró, a comienzos del siglo XX, cómo la Iglesia debía reaccionar contra el modernismo de entonces y de todos los tiempos. «Habla aún, después de muerto» (9). Su cuerpo fue hallado incorrupto en 1944, durante su proceso de beatificación, y sigue siendo el testigo mudo de la incorruptibilidad de la doctrina que supo oponer al deletéreo veneno del modernismo. En la crisis romana que soportamos hoy en día, es más urgente que nunca conocer a fondo el modernismo y la acción de san Pío X. No se podrá saber nunca nada sobre la crisis neomodernista si no se entiende la crisis modernista. No se sabrá aplicar el verdadero remedio a la crisis neomodernista si no se comprenden bien los remedios que conjuraron eficazmente el modernismo.
__________________
1 1 Cor 11: 19.
2 Billot, en De immutabilitate traditionis; el padre Gardeil, en Le donné théologique et la théologie, pp. 150-165; Bainvel en Poulat, Histoire, dogme et critique, pp. 219-220; DTC, «Tradition», col. 1341-1349.
3 Lebreton, DAFC, «Modernisme», col. 672. Véase, en particular, Céruti-Cendrier, Les Évangiles sont des reportages, que da numerosos ejemplos de la ley del embudo que emplean los exegetas modernos. 
4 DzB 1800. 
5 San Vicente de Lérins, Commonitorium, capítulo 23, nº 55, repetido por el Vaticano I, constitución Dei Filius, DzB 1800.
6 En Ploncard d’Assac, La Iglesia ocupada, p. 21. 
7 En Bainvel, «Historia de un dogma», Études, 5 de dic. de 1904, p. 612 y ss. Así pues, esas verdades admiten un progreso no sólo de la formulación, sino también del contenido. Se trata de un desarrollo teológico por vía de conclusión teológica en el cual se pasa de lo implícito a lo explícito (por ejemplo, Cristo murió por todos, luego también por los no predestinados), o de lo virtual a lo actual (por ejemplo, Cristo es inteligente, luego tiene la facultad de sonreír). Cf. Gardeil, Le donné révélé et la théologie, pp. 161 y 185-186. 
8 Ef 1: 10. 
9 Heb 11: 4.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Lecc XXII EXPLICACION DE DIOS (1)

LA VIDA INTERIOR

Lecc 21 EXISTENCIA DE DIOS (4)