CIEN AÑOS DE MODERNISMO (57)

 La convergencia de la fe modernista y de la ciencia 

¿A qué se debía el fenómeno teilhardiano? Se diga lo que se diga, la razón primordial por la cual la prensa internacional lo puso por las nubes, fue porque un científico que, además, era sacerdote y jesuita, atacaba el dogma de la creación y del pecado original, poniendo la fe de rodillas ante la ciencia. Ésa es toda la razón de la aureola de sabio atribuida al jesuita. Teilhard pretendía revisar la vieja disputa de la relación entre la fe y la ciencia. Desde Siger y Lutero, desde Descartes y la filosofía moderna, la fe y la ciencia habían sido consideradas como autónomas, cada una reina en su campo. Pero como la ciencia es rigurosa y sus progresos rinden inmensos servicios a la humanidad, el hombre moderno, que ha dejado de lado la metafísica, ya no tiene nada que hacer con un Dios molesto que poco a poco se ha vuelto quimérico. El modernismo nació de esa lucha a muerte entre la fe católica y la «ciencia» que pretende contradecir el dogma. El neomodernismo de Teilhard tropieza con el mismo escollo. Ahora bien, en esa época se hablaba mucho de la teoría de la evolución científica de las especies. Spencer, Lamarck, y por último Darwin, se las habían ingeniado para propagar esa hipótesis científica. En esa coyuntura interviene Teilhard. Al ver que la ciencia moderna desafía a la antigua Iglesia, intenta ofrecerle una solución. Pretende ser no tanto el apóstol de la Iglesia antigua como el fundador de una nueva religión. Quiere establecer esa religión que florece en el corazón del hombre moderno a partir de la idea de evolución. En realidad, el verdadero fundador del nuevo culto no es Yahvé ni Cristo, sino Charles Darwin. Para rehabilitar su leitmotiv de la evolución divina, Teilhard cruzará los mares y realizará los descubrimientos del hombre de Piltdown y del sinántropo. Pero esos descubrimientos científicos, que lo llevaron a la gloria, provocaron también su ocaso cuando se comprobó que se trataba de falsificaciones. Sin embargo, el problema capital de esa teoría no reside en la adopción de una hipótesis científica, por muy discutible que sea. Proviene, sobre todo, del hecho de que Teilhard pretende implantar la evolución darviniana en un campo que no era el suyo, la teología. Ahí se sitúa el pecado original del teilhardismo: querer pasar de un lenguaje a otro, de un registro a otro; querer traducir los datos de las ciencias experimentales (biológicos, geológicos, etc.) en lenguaje filosófico y teológico. ¡Como si el botón de rosa y la evolución del grano en espiga pudieran definir una verdad intemporal o un dogma de fe! 
Santo Tomás tenía sus razones para decir que una idea falsa sobre la naturaleza de la creación implica siempre una idea falsa de Dios: la creación es la única vía racional que conduce a Dios. Ahora bien, la «creación» teilhardiana está en las antípodas del Génesis bíblico. 
A partir de un nuevo concepto de la génesis del mundo, una evolución radical de la materia «espiritual», Teilhard construye toda su teología. El cosmos se desarrolló a partir de «la santa materia», por grados sucesivos escalonados en miles de años. La materia es la trama del mundo, 

«donde lo más presupone lo menos, donde por la Evolución algo substancial se depura y pasa realmente del polo material al polo espiritual del Mundo» (1).

Los dogmas de la creación y de la existencia de un Dios creador, y de paso el del pecado original, son sacrificados en el altar de la Evolución, la única categoría del pensamiento teilhardiano, según palabras de su amigo y admirador Von Balthasar. 
Aunque Teilhard hizo suyo el invento darviniano de la evolución en lo que se refiere a los comienzos del mundo, el término de esa evolución es de su propia cosecha. En un momento dado aparecieron hombres —homo sapiens— en distintos puntos del globo (2). Con la aparición de los hombres comienza la Historia humana y la ascensión de todos los individuos hacia la unidad perfecta, el Punto Omega de la Historia. Nos encontramos ahora en el corazón de ese proceso de gestación grandiosa de la humanidad. Esa evolución continua terminará en apoteosis cuando la Humanidad entera se transforme en un Superhombre tan cierto como misterioso. Es la misma doctrina que habían expuesto Hegel y Strauss, repetida luego por Loisy y Tyrrell. Pero ¿por qué esa necesidad de poner en mayúsculas al hombre, abstrayéndolo de su condición individual, para no ver más que la esencia pura e ideal? Porque el individuo concreto, Pedro o Pablo, tomado por separado, es limitado, y no hace falta creer en el pecado original para ver que es un ser caído. En cambio, el Superhombre, el Hombre ideal, está exento de pecado original y se hace más fácil calificarlo de salvador y todopoderoso. Esa salvación por el Superhombre, esa redención con que sueña Teilhard, es la hominización, la reunión de los hombres en una fraternidad universal, la salvación futura y colectiva.
Es evidente que semejante enfoque exige el abandono completo de la fe. Después de la creación, todo el catecismo queda desfigurado en la sinfonía teilhardiana de la evolución: el espíritu, el mal, el pecado original, la parusía y el cielo. Se conservan las nociones más sagradas, pero al mismo tiempo se las despoja de su sentido original y se las transpone al modo de la «génesis». Aunque el sistema teilhardiano es notable por su consistencia, no lo es menos por su retahíla de graves errores. Para Teilhard, todo fluye por necesidad física. Toda la evolución biológica, histórica y crística es orgánicamente coherente. Hay un flujo evolutivo necesario entre la creación, el pecado, la redención y la resurrección. Entre la cosmogénesis y el Punto Omega casi no queda lugar para lo sobrenatural, que según Teilhard habría sido inventado por san Agustín: 

«¡No me hablen de ese hombre nefasto: lo echó a perder todo al inventar lo sobrenatural!» (3).

Tampoco hay lugar para Dios y su libertad: 

«Para ser Dios, debía crear el mundo» (4).

Pero ésta es la esencia misma del panteísmo, que dice que el mundo procede por emanación necesaria, y por consiguiente, que es tan necesario y divino como el mismo Dios. 
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1 En Philippe de la Trinité, Rome et Teilhard de Chardin, pp. 72-74.
2 Esto supone afirmar el poligenismo que desprecia el dogma del pecado original universal, el cual exige, al contrario, la existencia de una sola pareja en los orígenes de la humanidad.
3 Dietrich von Hildebrand, The Trojan Horse, apéndice, p. 227. Contra la voluntad del autor, el apéndice fue suprimido en la traducción francesa del libro (Savoir I, p. 74).
4 Teilhard, Le Cœur de la matière, en Frénaud, pp. 14-15.

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