El Miércoles de Ceniza

Un año más, nuestra frente ha sido rociada con la ceniza al inicio de la Cuaresma, el miércoles de Quincuagésima (rito propio de ese día y para ese Miércoles, sin posibilidad de trasladarlo al Domingo, día festivo). Y una vez más, este rito penitencial recuerda nuestra caducidad, la fugacidad de esta vida, la necesidad de hacer penitencia y realizar la sanación del alma.

El breve gesto de imponer la ceniza no debe olvidarse fácilmente: ha de dejar su impronta en la mente y el corazón, ahondar en lo que hemos recibido y el espíritu con que la Iglesia lo ha realizado.

Será bueno entonces, conocer despacio la historia del rito de la ceniza y su mistagogia, su sentido espiritual.

Comencemos por leer a Dom Guéranger, fascinado por el rito romano y estudioso de sus ritos, en “L’année liturgique. Le Temps de la Septuagésime”, Tours 1922 (5ª), en las pp. 252 ss:

“Ayer el mundo se movía en sus placeres, los mismos hijos de la promesa se entregaban a inocentes alegrías; desde esta mañana, la trompeta sagrada de la que habla el Profeta ha resonado. Anuncia la obertura solemne del ayuno cuadragesimal, el tiempo de las expiaciones, la proximidad cada vez más inminente de los grandes aniversarios de nuestra salvación. Levantémonos entonces, cristianos, y preparémonos a combatir los combates del Señor.

Pero, en esta lucha del espíritu contra la carne, nos hace falta estar armados, y he aquí que la Iglesia nos convoca en sus templos, para entrenarnos con los ejercicios de la milicia espiritual. Ya san Pablo nos dio a conocer en detalle todas las partes de nuestra defensa: “la verdad, nos ha dicho, sea vuestro cinturón, la justicia vuestro ceñidor, la docilidad al Evangelio vuestro calzado, la fe vuestro escudo, la esperanza de la salvación el caso que protegerá vuestra cabeza” (Ef 6,16). El Príncipe de los Apóstoles nos dice: “Cristo sufrió en su carne; armaos con este pensamiento” (1P 4,1). Estas enseñanzas apostólicas la Iglesia nos las recuerda hoy; pero añade otra no menos elocuente, forzándonos a remontarnos hasta el día de la prevaricación, que hizo necesarios los combates a los que vamos a entregarnos, las expiaciones por las que nos hace pasar. […]

El uso de la ceniza, como símbolo de humillación y de penitencia, es muy anterior a esta institución [la Cuaresma], y nos encontramos que ya se practicaba en la antigua alianza. Job mismo, en el seno de la gentilidad, cubría de cenizas su carne herida por la mano de Dios, e imploraba así misericordia, hace cuatro mil años (Jb 16,16). Más tarde, el Rey-Profeta, en la ardiente contrición de su corazón, mezclaba la ceniza con el pan amargo que comía (Sal 101,10); ejemplos análogos abundan en los Libros históricos y en los Profetas del Antiguo Testamento. Desde entonces se sentía la relación que existe entre este polvo de un ser material que el fuego visitó, y el hombre pecador cuyo cuerpo debe ser reducido a polvo bajo el fuego de la justicia divina. Para salvar al menos el alma de los trazos ardientes de la venganza celeste, el pecador corría a la ceniza, y reconocía su triste fraternidad con ella, y se sentía más a cubierto de la cólera de aquél que resiste a los soberbios y quiere sin embargo perdonar a los humildes.

En el origen, el uso litúrgico de la ceniza, en el Miércoles de la Quincuagésima, no parece que se aplicase a todos los fieles, sino solamente a aquellos que habían cometido algunos de los crímenes para los que la Iglesia infligía la penitencia pública.

Antes de la Misa de este día, los culpables se presentaban en la iglesia donde todo el pueblo estaba reunido. Los sacerdotes recibían la confesión de sus pecados, luego los cubrían de cilicios y rociaban la ceniza sobre sus cabezas. Después de esta ceremonia, el clero y el pueblo se postraban en tierra, y se recitaban en voz alta los siete salmos penitenciales. La procesión tenía lugar a continuación, en la cual los penitentes marchaban descalzos. A la vuelta, eran solemnemente expulsados de la iglesia por el Obispo, que les decía: “Os expulsamos del recinto de la Iglesia a causa de vuestros pecados y de vuestros crímenes, como Adán, el primer hombre, fue expulsado del paraíso a causa de su transgresión”. El clero cantaba seguidamente varios Responsorios tomados del Génesis, en los que se recordaban las palabras del Señor condenando al hombre a los sudores y al trabajo, en esta tierra en adelante maldita. A continuación se cerraban las puertas de la iglesia, y los penitentes ya no debían franquear el umbral hasta venir para recibir solemnemente la absolución, el Jueves Santo.

Después del siglo XI, la penitencia pública comenzó a caer en desuso; pero el uso de imponer las cenizas a todos los fieles, en este día, se convirtió cada vez más en general, y ocupó un lugar entre las ceremonias esenciales de la Liturgia romana. Antes, se acercaba descalzo para recibir esta advertencia solemne de la nada del hombre, y, aún en el siglo XII, el Papa mismo, dirigiéndose de la Iglesia de Santa Anastasia a la de Santa Sabina donde es la estación, hacía todo el trayecto sin calzado, así como los Cardenales que lo acompañaban. La Iglesia relajó este rigor exterior; pero esto no influye tanto en los sentimientos que un rito tan imponente debe producir en nosotros.

Tal como acabamos de decir, la Estación, en Roma, es hoy en Santa Sabina, sobre el Monte Aventino. Bajo los auspicios de esta santa Mártir se abre la penitencia cuaresmal.

La función sagrada comienza por la bendición de las cenizas que la Iglesia va a imponer… Estas cenizas están hechas de los ramos que se bendijeron el año precedente, en el Domingo que precede a la Pascua. La bendición que reciben en este nuevo estado tiene como fin hacerlas más dignas del misterio de contrición y de umildad que están llamadas a significar”.

 Pasa entonces a describir el Rito:

-“El coro canta primero esta Antífona que implora la divina misericordia. Exaudi, nos, Domine”.

-“El Sacerdote, en el altar, teniendo delante de él las cenizas misteriosas, pronuncia las Oraciones siguientes, por las que pide a Dios convertirlas para nosotros en medio de santificación”.

-“Después de estas Oraciones [son cuatro], el Sacerdote asperja las cenizas con agua bendita, luego las perfuma con el incienso. Habiendo cumplido estos ritos, recibe él mismo estas cenizas sobre la cabeza de manos del sacerdote más cualificado del clero que sirva la iglesia. Éste las recibe a su vez del celebrante que, después de imponerlas a los ministros del altar y al resto del clero, las distribuye al pueblo”.

-“Mientras el Sacerdote se acerca para marcaros con el sello de la penitencia, aceptad con sumisión la sentencia de muerte que Dios mismo pronunciará sobre vosotros. Acuérdate, hombre, que eres polvo y que al polvo volverás. Humillaos y recordad que por haber querido ser como dioses, prefiriendo nuestra voluntad a la del soberano Maestro, fuimos condenados a morir. Pensemos en esta larga serie de pecados que hemos añadido al de Adán, y admiremos la clemencia de Dios que se contentará con una sola muerte por tantas rebeliones”.

Y sobre la Misa, explica Dom Guéranger:

“Tranquila por el acto de humildad que acaba de realizar, el alma cristiana se deja llevar por la confianza en el Dios de misericordia. Se atreve a recordarle su amor por los hombres que ha creado, y la longanimidad con la que se digna esperar su vuelta a él. Estos sentimientos son el tema del Introito, cuyas palabras se toman del Libro de la Sabiduría. Miseris ómnium, Domine, et nihil odisti” (pág. 263).

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